2.10.07

La última locura de Luis Freire


"Un día de marzo que debió ser dieciséis, César Vallejo se cansó de seguir muerto en París con aguacero, quebró a patadas su desvencijado ataúd, empujó la losa de su tumba, sacudió la tierra de su terno negro de enterrado y salió al aire limpio del cementerio de Montparnasse. Sus pulmones acartonados por casi setenta años de estar plegados crujieron al extenderse para que la sangre detenida se alimentara de oxígeno y le diera trabajo al dormido corazón del poeta. Un golpe de sol saliendo de una nube lo obligó a cubrirse los ojos hechos a la noche de la tumba, se estuvo varios minutos abriendo y cerrando los dedos de la mano como una persiana para que la luz se le apaciguara en retazos menos dolorosos. Una vez acostumbrado al día o acostumbrado a la vida, que es lo mismo, paseó la vista alrededor y reconoció el cementerio de Montparnasse. Una corriente de agradecimiento le templó el alma arrugada como un floripondio viejo. ¡Carajo, me dieron gusto! Flexionó las rodillas, un dos, un dos, un dos, un dos para desentumecerlas, se arregló la corbata y trató de limpiarse los zapatos con las manos sucias de tierra húmeda. Alguien había depositado un collar de huayruros debajo del epitafio escrito por Georgette. Lo leyó con emoción entrecortada y por esa emoción le perdonó el amago poético. Los huayruros se veían nuevos, quién lo recordaría así, a tantos años de estar muerto, enterrado y de seguro olvidado. Ya que había llegado a la estación de las primeras preguntas, convenía averiguar qué día, mes y año eran estos en los que se había cansado de seguir muerto en París con aguacero. Levantó el collarcito con la idea de conservarlo o tal vez venderlo en caso de emergencia alimenticia y trató de caminar. Bastante había hecho con pararse, sus huesos debían estar hambrientos de calcio, era un milagro que no se le hubieran quebrado como yeso, pero no hay que extrañarse de que hicieran honor a la calidad eterna de aquellos versos suyos que los nombran". Tal es la forma en como se inicia la que posiblemente es la novela más delirante, divertida y corrosiva que ha escrito Luis Freire (Lima, 1945): César Vallejo se aburrió de seguir muerto en París (Lima, Editorial San Marcos, 2007).

Por cierto, el recurso novelístico de introducir personajes reales en el campo de la ficción no resulta muy novedoso que digamos. Recordemos nomás, a manera de ejemplo, la novela La senda de los elefantes, luego reeditada con el nombre de Monsieur Pain (1996), del recordado Roberto Bolaño, en donde se narra la extraña muerte de un poeta peruano que sufre de hipo y que no es otro que César Vallejo, aunque nunca se diga su primer nombre. Pero, en el caso de Freire, este recurso llega al extremo y da pie a una novela donde el autor no puede evitar burlarse, con elegancia y un sentido del humor muy fino, de las lacras de la cultura peruana. Así, en esta interesante novela, Vallejo vuelve a la vida con el fin de regresar al Perú que tanto extraña, pero, al final, para evitar que la vorágine de la politiquería criolla, la huachafería y la cosa menuda lo devore, tiene que volver a morirse. Se trata, pues, de una novela muy bien lograda y que vale la pena leer.

Aparte de César Vallejo se aburrió de seguir muerto en París, Freire ha publicado también las novelas El cronista que volvió del fuego (ganadora de la I Bienal Nacional de Novela Corta convocada por el Concejo Provincial de Barranco en 1992, con un jurado conformado por Giovanna Pollarolo, Mirko Lauer y Abelardo Oquendo) y El sol salía en un Chevrolet amarillo (ganadora del Concurso de Novela Corta convocado por el Banco Central de Reserva en 1995), y El libro de los ingenios (Peisa, Lima, 1997). Asimismo, ha publicado dos selecciones de artículos humorísticos aparecidos en Monos y Monadas (1978-1984), El Idiota (1984-1985) y el suplemento No de la revista (1986-1993): Camisa de fuerza (1986) y Humor (1988). Ganó el Concurso de Cuento de las 2,000 Palabras de Caretas en 1999 con el relato “Se comienza por la mantequilla”.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

César Vallejo resucita, sale del cementerio de Montparnasse (no sin antes calificar a Porfirio Díaz de “carcamal afrancesado”), se sienta en una banca de la plaza Josephine Baker y, con ayuda milagrosa, regresa a Lima. Un argumento atractivo para emprender una ambiciosa visión, a través de los ojos de un hombre de los veintes, de nuestra cotidiana forma de ponernos trabas los unos a los otros, como si lucháramos para quedarnos en el lugar que ocupamos por voluntad de los más brutos, por supuesto. Lamentablemente, “César Vallejo se aburrió de seguir muerto en París” (Ed. San Marcos, 2,007, 160 pp.) no llega a cristalizar tan buen proyecto, en modo alguno.


El aspecto positivo de esta novela es el ingenio. Ciertos pasajes (por ejemplo, fragmentos de la conferencia de prensa en Montparnasse) tienen el toque particular de aquellos buenos tiempos de Monos y Monadas. El capítulo en el que se encuentra con Paco Yunque pasa bien como minicuento. De lo negativo, debemos necesariamente mencionar el pre-final. Es demasiado abrupto. Unas diez o doce páginas previendo y desarrollando la segunda muerte del vate no le habrían caído mal al libro. Hubiera sido bueno asimismo profundizar sobre la relación Vallejo-Elke, al parecer consentida de modo extraño por el narrador-protagonista. Asimismo, algunas notas de pie de página parecen ser prescindibles, especialmente la de la página 43, donde confunde al dúo norteamericano Simon y Garfunkel, anotándolo como “Garfield y Grandfunkel”. Por favor, Sr. Freire… “¡Garfield y…!” Lo único que se me ocurre es que el autor debe ser un gran admirador del gato comedor de lasagna.

En la entrevista concedida a Pedro Escribano, el autor declara que la novela lo ayuda para volcar su rechazo a lo que él llama "cultura nacional", es decir, el modo desordenado de la vida actual en nuestro país. Al respecto, debemos decir que “César Vallejo…” no cumple como crítica a un sistema depredador de memorias, a tal punto que al leerla no parece ser ésta la intención del autor, que no se ha caracterizado por exponer inquietudes de tal naturaleza a lo largo de su obra. Es cierto que se burla un poco de cuanto funcionario público se cruza en el argumento, pero los textos no exceden el nivel de un divertimento, como lo fue el premio de novela del BCRP 2,005, obtenido por él, y que va acorde con la línea recta estilística ofrecida hasta la fecha. Nos encontramos, pues, ante un autor que no evoluciona, se conforma con sus elementos y discurre a través de ellos con pleno conocimiento del terreno.

En resumen, este comentarista opina que se ha perdido una oportunidad para escribir una buena novela respecto al autor de Los Heraldos Negros. Luis Freire Sarria la tuvo, pero no la supo aprovechar del todo.

Alfredo dijo...

Me gusta mucho la narrativa humorística de Luis Freire, he leido El cronista que volvió del fuego, El sol salía en un Chevrolet amarillo y recientemente La tradición secreta de Ricardo Palma, todas muy entretenidas; además he adquirido el libro que da título a este artículo y proximamente lo leeré. Aún no puedo opinar sobre el, pero estoy seguro que será de mi completo agrado. En mi próximo viaje a Lima planeo comprar El secuestro del Señor de Sipán que estoy seguro está cargado de humor y, para los que no lo saben, Lucho Freire se adjudicó el premio del concurso de novela por el 170 aniversario del diario El Comercio con la novela El perro sulfúrico que está pronta a publicarse. Personalmente también escribo cuentos cortos y si desean darse un tiempito para leerlos pueden visitar www.elquintosuyo.com