Una experiencia digna de encomio es la del blog Gamaliel que, desde Takana-Marka (Tacna, Perú), anima un gran amante de la cultura andina que ha elegido que lo identifiquemos sólo con el nombre de Wilmer. Dedicado exclusivamente a la vida y la obra de Gamaliel Churata, el blog de Wilmer viene difundiendo una serie de textos de lectura imprescindible, muchos de los cuales no se conocían en el Perú. El último de ellos es, por ejemplo, este valioso artículo que Gamaliel Churata publicó en el diario Última Hora, de La Paz, Bolivia, el dos de julio de 1949.
Homenaje a Mariátegui, el hombre matinal
Escribe
Gamaliel Churata
La formación intelectual de José Carlos Mariátegui es, seguramente, la mayor proeza de todos los tiempos americanos. Su radiación espiritual, el fenómeno sidéreo más cautivador. La intención de su obra y sus resultados, la cosecha más jocunda que pueda anotar en su haber un escritor de nuestra América. Sanín Cano, al leer sus Siete Ensayos de la Realidad Peruana, dijo que aquel escritor tenía aliento universal. Waldo Frank atinó sólo a llamarle: ¡Hermano! Por doquiera se le comprendió y se le amó. Es que pocas veces un libro en tal grado encerraba a un hombre. Hubo quien sostuvo que ello se debía a que ese libro encerraba un continente, que era la mayor interpretación de América hecha por un suramericano. Mariátegui volcó en sus páginas -eran páginas periodísticas escritas al dorso de los días urgidos de tragedia y de epitalamio- su mensaje al mundo. Ya podía morir, y se fue. Qué alegría más juvenil la de este maestro austero y noble frente a la muerte y frente a la vida. En carta que escribía no un mes antes de irse a un su camarada, decíale: “entiendo que no tenemos sino espacio para vivir y luchar”. Y así fue cómo quién vivió muriendo, infundía eternidad a unas páginas destinadas a la vida undívaga del tiempo inmutable.
Seguramente la vida de Mariátegui es lo más bello que él hizo. Sus libros lo eran igualmente, eso es verdad. No eran los libros suyos de combate crudo y menos crudamente escritos; eran libros mimados con amor de artífice, su prosa no era la de un polemista de clase, sino la de un artista de clase. Prosa ágil, saltarina, aguda, como venablo, solía adoptar la prestancia de mármoles eternos. Explica esto que CUADERNOS LITERARIOS dedique esta columna para recordar al gran escritor, y renovarle, en nombre de los intelectuales bolivianos, su admiración y su lealtad.
Mariátegui era un hombre de fe. Cultivaba ese don místico de la fe, precisamente porque todo lo deleznable de su vida escapaba dentro de sus dedos por la acción martirizadora del espíritu, sin dejarle sino el derecho a sonreír y luchar! Su fe era marxista. Nunca se llegó a explicar nadie en qué grado el profeta hebreo había atenazado su corazón. Lo efectivo es que arrancaba su marxismo del Génesis, y que lo renovaba a ratos, en el catolicismo griego de Pablo. Aplicando sistemáticamente esta disciplina dialéctica a su país nos explicó el fenómeno de su cultura; el fenómeno de su historia; de su agonía, y quiso establecer que el Perú no podría renovar su grandeza del pasado sino dentro de un sistema de ideas sociales en que desaparecieran los signos de toda injusticia social. Se dio a los humildes, él que era humilde, pero su triunfo no se lo dieron los humildes, puesto que su palabra estaba destinada a acabar con la soberbia de los poderosos. Es así que la prédica de Mariátegui hizo más impactos entre ricos y sabios que entre pobres e ignorantes. En esto, instintivamente, procedía conforme a la naturaleza social de nuestra América, donde solamente los cerebros son capaces de sentir la justicia impersonal y convertirla en hechos de la realidad. Sin este recurso la suya no habría sido la posición de un apóstol, que fue en tanto grado, habría sido cuando más la de un escritor brillante, de uno de los escritores americanos de visión más aguda y de una jerarquía estilística sin paralelo en las letras de este lado del mundo. Pero era un apóstol, se propuso finalidades proselitistas, se dirigió a los humildes, aunque sólo para derrochar el oro de su genio. No sabemos si los humildes lo entendieron. En la Universidad de San Marcos, donde le regatearon la cátedra de Economía Política, aunque la masa de estudiantes la pidiera –como para otros escritores soterrados la pidieron a la caída de Leguía- dio un cursillo de divulgaciones en esta materia. Entonces pudimos comprender hasta qué grado el fino y pulcro escritor podía descender a la fabla salvaje de la calle para hacerse entender de ella. Cierto es también que la suerte de Mariátegui como profesor no fue la del maestro. Como maestro su misión no tiene semejante. La suya fue una palabra que descendía, con toda su firme inclinación beligerante, del cielo, como la voz bautismal que invocó Jesús en el Jordán. Su misticismo habría sido repudiado por los escribas del marxismo, pues su delito era ser bella. Los escribas, del marxismo o de cualquier secta confesional, odian la belleza, que los ciega. Sin embargo es necesario dejar establecido que sin la belleza latina de su prosa sus ideas habrían ido muy poco más allá de lo que van las tesis para colación de grado.
En Mariátegui no todo era peruanismo. El había recibido el bautismo espiritual en Francia, de manos de Henry Barbusse. Su primera revista debió llamarse como la de éste: Claridad, encontró un movimiento terrígena anterior: el Titikaka, que imponía, acaso, con dolencia, el retorno a la tierra. De este modo Mariátegui trocó Claridad en Amauta, y en su primer número consignó páginas de exaltación de la poesía indigenista que allí prendiera. Su exploración del mundo indígena, fue, entonces, teórica. Precisamente por eso es más admirable porque con raras excepciones casi todos sus planteamientos son de una pasmosa exactitud. No obstante, en algunos sentidos se observa que la visión del teórico no posee el argumento de la observación directa. Cuando enfoca el problema de la tierra no discrimina entre el valor real del latifundio y la parcialidad; y es de los que cree que en el imperio incásico puede encontrarse una base de organización comunista. En este error incurren casi todos los teorizantes del problema del indio; y es que se sirven del documento colonial, mal condicionado y peor interpretado. Solamente cuando se penetra en el examen de la realidad objetiva los descubrimientos se suceden unos a los otros, y se sabe en qué grado la nomenclatura en uso es falsa y traiciona el contenido histórico de la realidad incaica, la cual poseyó un grado tal de sistematización administrativa, que aún hoy subsisten sus instituciones aunque metamorfoseadas o desfiguradas por la catequesis jesuítica. Sin embargo, Mariátegui será siempre el primer escritor americano que aplicó esta interpretación socialista al estudio del problema de la tierra.
En todo sentido el suyo es un análisis regido por este sistema especulativo. Cuando analiza la historia de su país y su cultura sabe encontrar los factores de la herencia, no siempre en su significación negativa, sino, lo que vale más, en aquellos aspectos en que la Colonia constituye un punto de partida de la realidad americana. Entonces podemos aseverar que la interpretación de Mariátegui es magistral y definitiva. Nadie, dicho sea entre líneas, examinó con mayor severidad y agudeza el problema político civilista y nadie estableció la maléfica influencia que en la formación del espíritu peruano tuvo este partido, que era en realidad casta heredera de las taras coloniales, increíblemente empecinada en mantener su subsistencia dentro del Perú contemporáneo, a trueque de inmovilizar a un pueblo.
Qué grande y noble era este maestro! Cuando le visitaban admiradores que acudían de toda América; de México, lo mismo que de la Argentina, de Bolivia, lo mismo que de Colombia, encontraban en él al mutilado del carrito de manos, cuyos ojos fulgían con resplandores sublimes. Hubo un pintor argentino –el gran José Malanca- que mientras permaneció en Lima tomó a su cargo inducir el carro de José Carlos Mariátegui por las calles, pues sentía que nadie en ese momento de América era más grande y más digno de veneración que ese glorioso luchador del pueblo. José Carlos tenía siempre para estos romeros de su presentida inmortalidad, la palabra llana y viva. El recuerdo exacto y la cita precisa, como para dar a entender a quienes le amaban que él no era sino un pebetero en que se consumía el espíritu de América, de la nueva América, de aquella que amanecía o amaneció en él. Uno de sus ensayos menos marxistas se titulaba: El Alma Matinal. Todo lo que en él se anuncia es su espíritu. Niño sin fortuna y con padres pobres tiene que hacer de su taller su escuela, y aunque proviene de una de las más linajudas familias españolas del Virreynato, debe hacer vida de proletario. Es un tipógrafo, mientras su endeble naturaleza se lo permite, pasa reporter, a cronista; y ya entonces deslumbra su genio estético porque es un intérprete emocionado de esa Lima que inmortalizó Ricardo Palma y le dedicó crónicas, lo mismo a una corrida de toros que a la procesión del Señor de los Milagros. Asiste así, en Europa –y en tres años se apropia de cuatro idiomas- a la primera guerra mundial y extrae el alma trémula y agonista con que regresa a Lima, a perder las extremidades y ganar la gloria...
El tiempo justificará nuestro entusiasmo por esta figura señera; pues la república en la que sus palabras alcanzan resonancia se dilata en la medida en que su forma humana huye de la aprehensión angustiada de los americanos de hoy.
No hay comentarios:
Publicar un comentario