Tengo una regla inalterable para la escritura, y se la pasé a [mi hijo] John. Pase lo que pase, uno tiene que seguir escribiendo. Hay que hacer un pacto con el propio inconsciente, comprometiéndose a escribir todos los días. John ha encontrado su propia voz. Trabaja más rápido que yo, y ésa es la marca del buen dramaturgo. Yo he estado escribiendo durante 65 años, pero él me ha superado como dramaturgo y guionista cinematográfico. Yo tengo talento para el diálogo, pero el de John es enorme. Tiene oído para captar la manera en que habla la gente, así como hay gente que tiene oído para la música. Aprende rápido y no le interesan las críticas que puedan herir su vanidad. He sido muy duro con él. Casi todos los escritores, especialmente los jóvenes, son demasiado delicados y se resienten con las críticas. Pero con John nunca ha ocurrido eso.
El libro que escribimos juntos –The Big Empty [El gran vacío], un diálogo entre dos generaciones–, fue idea suya. Yo estaba en contra de escribirlo porque pensé que a la gente no le interesaría. No lo habría hecho de no estar tan cerca de John y tan cómodo trabajando con él. Yo corregí y él corrigió, pero yo era el que estaba al mando. Lo escribimos en Provincetown, en Cape Cod, un lugar que visité por primera vez hace 60 años. Ahora paso allí la mayoría del tiempo. El aire de Provincetown es mejor que el de Nueva York. A mi edad, uno empieza a tomar en cuenta la respiración.
El libro no cambiará la historia del mundo, pero hacerlo me gustó más de lo que pensaba. Mi generación vivió durante la Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Fueron hitos en nuestras vidas que nos dieron cosas en común.
La generación de John carece de esos hitos, así que yo diría que vive con una extraña sensación de amenaza y una ansiedad constante. Someter a juicio a Saddam Hussein no es lo mismo que luchar contra Hitler.
El éxito que tuve a los 25 años es completamente opuesto al que John está experimentando ahora. Todavía no ha pasado por ese gran avance. Cuando se publicó mi primer libro, Los desnudos y los muertos, para mí fue como si hubiera salido disparado de un cañón. Mi vida cambió de un día para el otro. Estaba en París, en la Sorbona, con la que era mi esposa entonces, Beatrice, y con mi hermana. Fui a la oficina de American Express y leí el titular de un periódico que decía que mi libro era un best seller. Fue un enorme shock y algo maravilloso de ver. De cualquier manera me había convertido en una celebridad.
Todo lo que deseo para John es que su optimismo no se frustre. Soy suficientemente vanidoso como para no quedarme sin dormir por la posibilidad de que algún día la gente se refiera a mí como el padre de John Mailer, en vez de calificarlo a él como el hijo de Norman Mailer.
(Del artículo “Dialogo a dos voces”, publicado originalmente en La Nación,
Buenos Aires, 14 de enero de 2007)
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