Autor de algunos poemarios realmente notables, Ricardo Peña Barrenechea (1896-1939) corrió casi la misma suerte que muchos de los brillantes poetas de la generación peruana de 1930 y acabó transformándose en una especie de autor de culto, que es muy apreciado por la crítica literaria y los poetas en general, pero, lamentablemente, no es muy conocido por los lectores comunes y corrientes y el público en general. La explicación de este fenómeno posiblemente tiene mucho que ver con un problema más complejo y que no viene al caso discutir aquí, como es la suerte de la poesía en el Perú, y con la misma biografía breve pero vital de este vate que es considerado —para usar las mismas palabras de Luis Fabio Xammar— como el lírico más fecundo de la poesía peruana (1).
Si algo puede decirse sobre el periplo vital de Peña Barrenechea es que fue un poeta fino, sensible y exigente hasta más no poder. Tuvo un debut poco alentador con la publicación de su primer poemario, Floración (1924), donde todavía aparecía como un cultor de un modernismo artificioso y sentimental. Más tarde, sin embargo, supo ponerse a tono con su época y pudo asimilar fructíferamente las nuevas tendencias poéticas, tanto de las escuelas vanguardistas propiamente dichas como de «la vuelta al orden» o el «post vanguardismo» de la generación española del 27. El fruto maduro de esta especie de proceso de aprendizaje artístico fue Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora (1932), donde ya asoma como un vate con un lenguaje poético altamente depurado y contemporáneo que sabe ocultarse tras los símbolos, se deja absorber por las fuerzas ocultas de la Naturaleza y hasta puede orientarse, con ferocidad casi animal, hacia su propio subconsciente.
Al poco tiempo, vendría su tercer libro de poemas, Discurso de los amantes que vuelven (1934), que muchos críticos han calificado, con acierto, como una verdadera obra maestra. Se trata de una colección de siete romances de perfecta factura, donde, mediante la pureza del lenguaje, el vocablo escogido, la emotividad y musicalidad del verso, la delicadeza y el uso de colores matizados, logra expresar una verdadera efusión de sentimientos, recuerdos y presentimientos que tenían que ver con los mil sucesos de su vida cotidiana y, sobre todo, con las cosas que lo alejaban del mundo sensible del color y las sensaciones. Al respecto, el poeta y crítico Ricardo Silva-Santisteban ha escrito que aquí, al intentar una forma añeja y tradicional, con la materia de una temática moderna, Peña Barrenechea logró renovar para los peruanos, como ya lo había hecho unos años antes Federico García Lorca para su España natal, la forma clásica y popular del romance (2). Otro tanto se puede decir del último poemario que Peña Barrenechea llegó a publicar, Romancero de las sierras (1938), donde, por medio del romance y un espontáneo lirismo, logra mostrar una sierra llena de paisajes de encantamiento, lejanos, leves e ingrávidos, que parecen brotar más del cogollo de su corazón que de la tierra misma. Así, en esta verdadera lucha por superarse de libro en libro y alcanzar la inasible meta de la perfección estética, Peña Barrenechea acabó pergeñando una obra poética tan original como bella, que se caracteriza, entre otras importantes cuestiones, por su inclinación por el romance y el lirismo intenso y acendrado.
Pero, aparte de escribir poesía, Peña Barrenechea se dio tiempo para confeccionar obras dramáticas de gran aliento lírico, como Bandolero Niño (1935), que forma parte del ciclo de su denominado «teatro de color» y se inspira, por cierto, en la vida de un personaje que hasta ahora sigue inquietando la vigilia de un buen grupo de narradores peruanos: el famoso bandolero social Luis Pardo. Por último, al igual que otros vates peruanos, como José María Eguren, César Moro o Jorge Eduardo Eielson, Peña Barrenechea también incursionó en el terreno de la pintura y hasta participó en una exposición que tuvo lugar en la ciudad de Valparaíso, Chile, a fines de 1935.
Por todas estas razones, cuando aún vivía y recién acababa de publicar su Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora, Peña Barrenechea concitó la fina atención de varios ensayistas, entre los que se encontraba el mexicano Alfonso Reyes, quien, aparte de poeta y crítico, era un gran conocedor de la obra de Góngora (3). Más tarde, después de su temprana e inesperada muerte, la fama de Peña Barrenechea se incrementó todavía más, gracias, antes que nada, a los recuerdos, testimonios, homenajes y ensayos que le dedicaron los poetas tanto de su tiempo como de otras generaciones. Así, uno de estos vates, Martín Adán, dolido aún por la desaparición del autor de Discurso de los amantes que vuelven, escribió lo siguiente: «Ricardo Peña es, en nuestra literatura, una figura ejemplar, así por austera y generosa. Su poesía, que nunca se apartó de estrechos caminos de perfección, mantuvo en su largo discurso, sin decaimiento y sin apuro, la ternura de la primera despedida y la esperanza de la llegada gozosa. Poeta, verdadero y grande poeta, pudo ser versificador para solo representar y aquilatar su poesía. Desdeñó sin arrogancia lo que no servía a su destino: nunca cesó en ello. Pocos en el Perú han servido su personalidad propia con tanta abnegación, esmero y gracia. Fue ingenuo y fue artista: fue humanísimo y fue exquisito. Y le fue concedido por divino premio el ser de su más honda persona en la más noble forma. Recordémosle, no como se recuerda al que plació en su día sino al que en vida y obra, y por la sola virtud, nos obliga a que le imitemos» (4).
Además, como si no bastara con lo anterior, Peña Barrenechea también fue objeto de diversas tesis universitarias. La primera de ellas fue la que en 1947, con el título de Ricardo Peña Barrenechea, sustentó el recordado Francisco Carrillo en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Varios lustros después, un joven estudiante de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Ricardo González Vigil, que con el tiempo se haría muy conocido en el campo de la enseñanza y la crítica literaria, sustentaría otras dos nuevas tesis universitarias acerca de nuestro ilustre poeta: Ricardo Peña y su elogio burlesco de Góngora (1973) y Forma e indeterminación en «Eclipse de una tarde gongorina» (Manierismo y modernidad de Ricardo Peña Barrenechea) (1974).
Pero, mientras la fama de Peña Barrenechea se acrecentaba de manera notable, sus poemarios se volvieron prácticamente lujos de bibliotecas y archivos privados, pues a nadie se le ocurrió hacer una nueva edición de los mismos ni tomarse el trabajo de reunir y publicar su obra inédita. En este caso, la excepción a la regla fue Luis Fabio Xammar, quien, desde un primer momento, se encargó de difundir la obra inédita que Peña Barrenechea había dejado. Así, a fines de 1939, Xammar reprodujo dos poemas inéditos de Peña Barrenechea en el Mercurio Peruano y Social y, además, convenció a los editores de la revista 3 para que incluyesen en sus páginas la obra dramática Bandolero Niño. Más tarde, en 1943, Xammar también tuvo mucho que ver con la edición póstuma del poemario Cántico lineal que, conjuntamente con Lucimiento y desvelo y Eco de la luz, salió bajo el sello de Ediciones de la revista Signo. Aparte de Xammar, se puede mencionar también a Francisco Carrillo, quien, en su citada tesis universitaria de 1947, ofreció algunos poemas inéditos como «Romance de mi soledad y de mi vida» o «Saya y manto, II», que formaba parte de Colonial, un poemario que Peña Barrenechea anunció desde muy temprano pero, al parecer, nunca terminó de escribir. Otro tanto se puede decir de Ricardo González Vigil, quien, a fines de 1982, en el número 22 de la revista Cielo Abierto, reprodujo Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora. Por último, no se puede dejar de mencionar a Ricardo Silva-Santisteban, quien, además de haber estado detrás de la publicación del poemario Instancia de Angustia, que en septiembre de 1973 apareció en el número 16 de la revista Creación & Crítica, fue el encargado directo de la nueva edición de Bandolero Niño que en 1987 hizo Ediciones Kuntur.
Hoy, sin embargo, ya se puede volver a leer a Peña Barrenechea, pues, por fin, sus poemarios y sus obras dramáticas han sido reunidos en los dos magníficos volúmenes de su Obra Poética Completa, que el Rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú acaba de publicar (5). La obra, que forma parte de esa verdadera fiesta de la poesía que es la colección «El Manantial Oculto», abre con un inteligente y esclarecedor prólogo escrito por Ricardo Silva-Santisteban, quien es el responsable de esta importante edición, y tres textos de Peña Barrenechea que revelan, entre otras cosas interesantes, la noción que éste tenía sobre su propia poesía. Se trata de un valiosísimo documento de carácter autobiográfico —«Mi poesía»— que apareció de manera póstuma en el diario La Prensa, de Lima, allá por 1941, y de dos breves esquemas o planes para una posible antología de su obra que el mismo vate redactó poco antes de morir. Luego viene el corpus propiamente dicho de la obra, que está conformada, antes que nada, por Floración, Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora, Discurso de los amantes que vuelven y Romancero de las sierras, que son los libros que el mismo Peña Barrenechea llegó a publicar, y El alba en los ojos, Instancia de angustia, Lucimiento y desvelo, Eco de la luz y Cántico lineal, que son los poemarios que aparecieron en forma póstuma. Además, bajo los títulos de Primeras poesías, Colonial, Gracia y diseño de las horas, Camino de sal, La torre del mar y la higuereta, Gozo y pérdida del cielo, Poemas varios, Canción en prosa para los reyes magos, Visión de la flor de mayo, Romance y canciones y Últimos poemas, la obra incluye la recopilación de una serie de poemas que andaban perdidos en las diversas publicaciones y revistas donde Peña Barrenechea acostumbraba colaborar y otras composiciones que, por diversos motivos, permanecieron inéditas. Por último, la obra contiene también una sección dedicada a los poemas dramáticos de Peña Barrenechea, donde, aparte de Bandolero Niño, que ya ha sido publicado en diversas oportunidades, se incluyen Canción del atardecer, Campos de hermosura, Don lobo de la luna verde y El ángel y la tierra, que son piezas teatrales inéditas.
Ojalá que ahora, que ya tenemos la posibilidad de acceder al conjunto de la obra poética de Peña Barrenechea, su suerte empiece a cambiar y pueda convertirse en un poeta que, además de célebre, sea conocido y, sobre todo, leído, que, al fin y al cabo, es lo que más cuenta.
Si algo puede decirse sobre el periplo vital de Peña Barrenechea es que fue un poeta fino, sensible y exigente hasta más no poder. Tuvo un debut poco alentador con la publicación de su primer poemario, Floración (1924), donde todavía aparecía como un cultor de un modernismo artificioso y sentimental. Más tarde, sin embargo, supo ponerse a tono con su época y pudo asimilar fructíferamente las nuevas tendencias poéticas, tanto de las escuelas vanguardistas propiamente dichas como de «la vuelta al orden» o el «post vanguardismo» de la generación española del 27. El fruto maduro de esta especie de proceso de aprendizaje artístico fue Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora (1932), donde ya asoma como un vate con un lenguaje poético altamente depurado y contemporáneo que sabe ocultarse tras los símbolos, se deja absorber por las fuerzas ocultas de la Naturaleza y hasta puede orientarse, con ferocidad casi animal, hacia su propio subconsciente.
Al poco tiempo, vendría su tercer libro de poemas, Discurso de los amantes que vuelven (1934), que muchos críticos han calificado, con acierto, como una verdadera obra maestra. Se trata de una colección de siete romances de perfecta factura, donde, mediante la pureza del lenguaje, el vocablo escogido, la emotividad y musicalidad del verso, la delicadeza y el uso de colores matizados, logra expresar una verdadera efusión de sentimientos, recuerdos y presentimientos que tenían que ver con los mil sucesos de su vida cotidiana y, sobre todo, con las cosas que lo alejaban del mundo sensible del color y las sensaciones. Al respecto, el poeta y crítico Ricardo Silva-Santisteban ha escrito que aquí, al intentar una forma añeja y tradicional, con la materia de una temática moderna, Peña Barrenechea logró renovar para los peruanos, como ya lo había hecho unos años antes Federico García Lorca para su España natal, la forma clásica y popular del romance (2). Otro tanto se puede decir del último poemario que Peña Barrenechea llegó a publicar, Romancero de las sierras (1938), donde, por medio del romance y un espontáneo lirismo, logra mostrar una sierra llena de paisajes de encantamiento, lejanos, leves e ingrávidos, que parecen brotar más del cogollo de su corazón que de la tierra misma. Así, en esta verdadera lucha por superarse de libro en libro y alcanzar la inasible meta de la perfección estética, Peña Barrenechea acabó pergeñando una obra poética tan original como bella, que se caracteriza, entre otras importantes cuestiones, por su inclinación por el romance y el lirismo intenso y acendrado.
Pero, aparte de escribir poesía, Peña Barrenechea se dio tiempo para confeccionar obras dramáticas de gran aliento lírico, como Bandolero Niño (1935), que forma parte del ciclo de su denominado «teatro de color» y se inspira, por cierto, en la vida de un personaje que hasta ahora sigue inquietando la vigilia de un buen grupo de narradores peruanos: el famoso bandolero social Luis Pardo. Por último, al igual que otros vates peruanos, como José María Eguren, César Moro o Jorge Eduardo Eielson, Peña Barrenechea también incursionó en el terreno de la pintura y hasta participó en una exposición que tuvo lugar en la ciudad de Valparaíso, Chile, a fines de 1935.
Por todas estas razones, cuando aún vivía y recién acababa de publicar su Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora, Peña Barrenechea concitó la fina atención de varios ensayistas, entre los que se encontraba el mexicano Alfonso Reyes, quien, aparte de poeta y crítico, era un gran conocedor de la obra de Góngora (3). Más tarde, después de su temprana e inesperada muerte, la fama de Peña Barrenechea se incrementó todavía más, gracias, antes que nada, a los recuerdos, testimonios, homenajes y ensayos que le dedicaron los poetas tanto de su tiempo como de otras generaciones. Así, uno de estos vates, Martín Adán, dolido aún por la desaparición del autor de Discurso de los amantes que vuelven, escribió lo siguiente: «Ricardo Peña es, en nuestra literatura, una figura ejemplar, así por austera y generosa. Su poesía, que nunca se apartó de estrechos caminos de perfección, mantuvo en su largo discurso, sin decaimiento y sin apuro, la ternura de la primera despedida y la esperanza de la llegada gozosa. Poeta, verdadero y grande poeta, pudo ser versificador para solo representar y aquilatar su poesía. Desdeñó sin arrogancia lo que no servía a su destino: nunca cesó en ello. Pocos en el Perú han servido su personalidad propia con tanta abnegación, esmero y gracia. Fue ingenuo y fue artista: fue humanísimo y fue exquisito. Y le fue concedido por divino premio el ser de su más honda persona en la más noble forma. Recordémosle, no como se recuerda al que plació en su día sino al que en vida y obra, y por la sola virtud, nos obliga a que le imitemos» (4).
Además, como si no bastara con lo anterior, Peña Barrenechea también fue objeto de diversas tesis universitarias. La primera de ellas fue la que en 1947, con el título de Ricardo Peña Barrenechea, sustentó el recordado Francisco Carrillo en la Facultad de Letras de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Varios lustros después, un joven estudiante de la Pontificia Universidad Católica del Perú, Ricardo González Vigil, que con el tiempo se haría muy conocido en el campo de la enseñanza y la crítica literaria, sustentaría otras dos nuevas tesis universitarias acerca de nuestro ilustre poeta: Ricardo Peña y su elogio burlesco de Góngora (1973) y Forma e indeterminación en «Eclipse de una tarde gongorina» (Manierismo y modernidad de Ricardo Peña Barrenechea) (1974).
Pero, mientras la fama de Peña Barrenechea se acrecentaba de manera notable, sus poemarios se volvieron prácticamente lujos de bibliotecas y archivos privados, pues a nadie se le ocurrió hacer una nueva edición de los mismos ni tomarse el trabajo de reunir y publicar su obra inédita. En este caso, la excepción a la regla fue Luis Fabio Xammar, quien, desde un primer momento, se encargó de difundir la obra inédita que Peña Barrenechea había dejado. Así, a fines de 1939, Xammar reprodujo dos poemas inéditos de Peña Barrenechea en el Mercurio Peruano y Social y, además, convenció a los editores de la revista 3 para que incluyesen en sus páginas la obra dramática Bandolero Niño. Más tarde, en 1943, Xammar también tuvo mucho que ver con la edición póstuma del poemario Cántico lineal que, conjuntamente con Lucimiento y desvelo y Eco de la luz, salió bajo el sello de Ediciones de la revista Signo. Aparte de Xammar, se puede mencionar también a Francisco Carrillo, quien, en su citada tesis universitaria de 1947, ofreció algunos poemas inéditos como «Romance de mi soledad y de mi vida» o «Saya y manto, II», que formaba parte de Colonial, un poemario que Peña Barrenechea anunció desde muy temprano pero, al parecer, nunca terminó de escribir. Otro tanto se puede decir de Ricardo González Vigil, quien, a fines de 1982, en el número 22 de la revista Cielo Abierto, reprodujo Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora. Por último, no se puede dejar de mencionar a Ricardo Silva-Santisteban, quien, además de haber estado detrás de la publicación del poemario Instancia de Angustia, que en septiembre de 1973 apareció en el número 16 de la revista Creación & Crítica, fue el encargado directo de la nueva edición de Bandolero Niño que en 1987 hizo Ediciones Kuntur.
Hoy, sin embargo, ya se puede volver a leer a Peña Barrenechea, pues, por fin, sus poemarios y sus obras dramáticas han sido reunidos en los dos magníficos volúmenes de su Obra Poética Completa, que el Rectorado de la Pontificia Universidad Católica del Perú acaba de publicar (5). La obra, que forma parte de esa verdadera fiesta de la poesía que es la colección «El Manantial Oculto», abre con un inteligente y esclarecedor prólogo escrito por Ricardo Silva-Santisteban, quien es el responsable de esta importante edición, y tres textos de Peña Barrenechea que revelan, entre otras cosas interesantes, la noción que éste tenía sobre su propia poesía. Se trata de un valiosísimo documento de carácter autobiográfico —«Mi poesía»— que apareció de manera póstuma en el diario La Prensa, de Lima, allá por 1941, y de dos breves esquemas o planes para una posible antología de su obra que el mismo vate redactó poco antes de morir. Luego viene el corpus propiamente dicho de la obra, que está conformada, antes que nada, por Floración, Eclipse de una tarde gongorina y Burla de don Luis de Góngora, Discurso de los amantes que vuelven y Romancero de las sierras, que son los libros que el mismo Peña Barrenechea llegó a publicar, y El alba en los ojos, Instancia de angustia, Lucimiento y desvelo, Eco de la luz y Cántico lineal, que son los poemarios que aparecieron en forma póstuma. Además, bajo los títulos de Primeras poesías, Colonial, Gracia y diseño de las horas, Camino de sal, La torre del mar y la higuereta, Gozo y pérdida del cielo, Poemas varios, Canción en prosa para los reyes magos, Visión de la flor de mayo, Romance y canciones y Últimos poemas, la obra incluye la recopilación de una serie de poemas que andaban perdidos en las diversas publicaciones y revistas donde Peña Barrenechea acostumbraba colaborar y otras composiciones que, por diversos motivos, permanecieron inéditas. Por último, la obra contiene también una sección dedicada a los poemas dramáticos de Peña Barrenechea, donde, aparte de Bandolero Niño, que ya ha sido publicado en diversas oportunidades, se incluyen Canción del atardecer, Campos de hermosura, Don lobo de la luna verde y El ángel y la tierra, que son piezas teatrales inéditas.
Ojalá que ahora, que ya tenemos la posibilidad de acceder al conjunto de la obra poética de Peña Barrenechea, su suerte empiece a cambiar y pueda convertirse en un poeta que, además de célebre, sea conocido y, sobre todo, leído, que, al fin y al cabo, es lo que más cuenta.
Notas
(1) Xammar, Luis Fabio: «La poesía de Ricardo Peña», Letras, Nº 24, Lima, primer semestre de 1943, págs. 88-100. Reproducido también como «Prólogo» del libro Cántico lineal (Lima, Ediciones de la revista Signo, 1943), de Ricardo Peña Barrenechea.
(2) Silva-Santisteban, Ricardo: «El inspirado lirismo de Ricardo Peña Barrenechea», en Escrito en el agua, Lima, Editorial Colmillo Blanco, 1989, págs. 262-263.
(3) Reyes, Alfonso: «Para otra antología gongorina», Monterrey, Nº 10, Río de Janeiro, marzo de 1933, pág. 4.
(4) Adán, Martín: «Ricardo Peña», Social, Nº 206, Lima, 20 de septiembre de 1939, pág. 4. Reproducido también en sus Obras en prosa, Lima, Ediciones Edubanco, 1982, pág. 129.
(5) Peña Barrenechea, Ricardo: Obra Poética Completa (Edición, prólogo y notas de Ricardo Silva-Santisteban), Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, Colección El Manantial Oculto, 2005, Tomos I y II, págs. 350 y 324.
(Publicado originalmente en Wayra, Año II, N° 3,
Uppsala, primer semestre de 2006, págs. 85-88)
No hay comentarios:
Publicar un comentario