13.11.07

Domingo Martínez Luján

Entre mil novecientos once y mil novecientos doce, La Opinión Nacional, el elegante diario de don Andrés Avelino Aramburú tenía sus oficinas y sus talleres en la calle del Correo, en la zona que hoy ocupa la sección apartados. Todavía no habían llegado a esos talleres los linotipos. Entiento que La Prensa y El Comercio ya los tenían. En La Opinión Nacional, el chivalete seguía siendo rey. Colaborábamos, regularmente Roberto Badhan, Abraham Valdelomar, Félix del Valle, yo y quizá alguien más que se me escapa. A mi cargo estaba la sección "Alrededor de la crónica". Domingo Martínez Luján era de los visitantes habituales; pero no era, no podía ser, colaborador regular. ¿Qué regularidad podía esperarse de Domingo? Pocas veces un hombre ha sido tan dura y trágicamente víctima de los filisteos y de los fariseos, como el pobre Domingo, quizá el primero de nuestros líricos románticos; más grande, sin duda, que ese tambor mayor que fue José Santos Chocano. Pero Chocano era un hombre y un aventurero. Un conocedor de la vida y todos sus recovecos. Domingo era niño, un colegial con vocación de eremita e ignoraba completamente las cosas del mundo. El alcohol lo aprisionó inexorablemente. Y cuando se dio cuenta de que las terribles garras del veneno ya no iban a soltarlo, se limitó a cantar esa alegre elegía que empieza diciendo: "mientras lloren las viñas, yo beberé sus lágrimas". Estos versos salvan a un poeta y consolidan una gloria y una fama. Domingo vivió y murió como un niño mendigo. Nadie supo lo que el Perú tenía mientras Domingo vivió. Nadie supo lo que el Perú había perdido cuando murió Domingo. Dejó una obra trunca y vaga en la que el genio es un relámpago. No le fueron conocidas la piedad y la ternura. Nadie se las brindó.

(Federico More: Andanzas,
Lima, Editorial Navarrete, 1989, pág. 52)

BRINDIS

(Poema de Domingo Martínez Luján)

Dame la lira,
esa que es anacreóntica que pasa;
pero que tiene distensión de nervios
que emiten notas que parecen almas;
dame esa lira
que cantar quiero y en mi vaso escancia
el vino rojo que parece sangre
y mientras canto y bebo, bebe y baila.

Venga la musa
a refrescar un cráneo con sus alas;
no la que en medio al popular tumulto
imita a Orfeo si su numen canta,
sino la musa de mirar lascivo,
de seno eréctil y flotante falda
que en el festín de los paganos dioses
aloja el néctar en las copas áureas.

Y viva el vino
que hace soñar con desnudeces de hadas;
con rostros de doncellas que suspiran
por mancebos que mueren sin besarlas;
y viva el vino porque el vino tiene
notas, latidos, pensamientos y alas...

Mientras lloren las viñas,
yo beberé sus lágrimas.

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