25.4.08

Poesía y memoria

Por Juan Villoro
Reforma, Ciudad de México, 25/04/08


Juan Gelman recibió el Premio Cervantes con un discurso hecho de fuego y de cenizas. Auxiliado por los poetas que lo han acompañado en su larga travesía (Hölderlin, Santa Teresa, San Juan de la Cruz, Rilke), centró sus palabras en el compromiso de encarar el pasado. Nada justifica el pacto con la desmemoria. La reconciliación y el olvido sólo son posibles cuando se conoce la verdad.

En el siglo XX Alemania ofreció dos respuestas para abordar un pasado incómodo. Después de la Segunda Guerra Mundial, se declaró la hora cero, el carpetazo que impedía investigar lo que había ocurrido. Los secretos mal guardados y las sospechas en la sombra evitaron, quizá, brotes vengativos, pero transformaron la paz en una tensa variante del recelo y la desconfianza.

Algo distinto ocurrió con la caída del Muro de Berlín: se creó un ministerio para que los perseguidos pudieran consultar su expediente. Uno de cada tres habitantes de la RDA era informante no oficial de la policía secreta. Para muchos, revisar los archivos de un país de delatores equivalía a abrir una caja de pandora. Otros pensaban que la paranoia sería más dañina que la verdad. Alemania mostró que el conocimiento del oprobio es mejor que el silencio y la amnesia obligada.

En esa sintonía, Gelman encomia los privilegios de la memoria. Con ánimo cervantino, afirmó que no comparecía en Alcalá de Henares en condición de especialista: Este discurso carece de invención, es menguado de estilo, pobre de conceptos, falto de toda erudición y doctrina. ¿Desde dónde habla Gelman? Desde la experiencia del dolor trascendido, desde el amor por lo que desaparece y sin embargo está ahí, desde el placer a contrapelo de la historia y sus plurales ignominias. Dos movimientos complementarios animan al poeta: la crítica del horror y la celebración de lo que se aparta del daño y puede, acaso, ser soplo, hálito, vida endeble y duradera. Las víctimas carecen de fuerza; sin embargo, en su misma condición precaria, encuentran el modo de resistir. En la línea de Chéjov y su heroísmo de la debilidad, Gelman recordó a quienes se revisten de fragilidad para enfrentar el espanto, enterrar a sus muertos, inventar un gozo a la intemperie, bajo la ácida lluvia de la época.

El poeta mexicano Eduardo Hurtado ha resumido con elocuencia la trayectoria y el temple ético de Gelman: Para un poeta que ha vivido los crímenes de una dictadura, la demagogia degradante, el hostigamiento y el exilio, la desaparición de sus compañeros, el secuestro de su hijo y de su nuera embarazada, la lenta incertidumbre, la confirmación de sus muertes y la prolongada búsqueda del nieto nacido en un campo de concentración, para un poeta marcado por estas experiencias, el dolor y la rabia forman parte del sentimiento de lo inefable. Con todo, la poesía de Gelman no demanda la abolición del sentido en nombre de los escándalos del odio. La rebeldía superior del poeta consiste en amar lo que ha perdido. En el discurso de Alcalá, definió la inasible sustancia del amor como lo había hecho en unos versos: dar lo que no se tiene, recibir lo que no se da. ¿Hay mayor riqueza que el voluntario intercambio de esas nadas?

Poeta del exilio, Gelman encontró una fórmula perfecta para disolver la nostalgia de la tierra proscrita: la presencia ausente de lo amado. Desde mediados de los años setenta, el autor de Carta abierta vive lejos de Argentina; sin embargo, ha negado el desarraigo con versos que le deben mucho al habla popular de su país, y con la terca estrategia de hacer presente lo lejano, de volverlo certidumbre y belleza herida. Uno de los atributos de la memoria consiste en agregar detalles a los recuerdos y lograr que lo imaginado adquiera en ocasiones mayor fuerza que lo vivido. Los poemas no conocen las distancias.

En Carta a mi madre Gelman encontró el germen de su poética del exilio. Cinco minutos después de enterarse de la muerte de su madre en Argentina, recibió una carta en la que ella parecía despedirse. Esa voz surgida de la tierra sin retorno provocó una respuesta descomunal. Descentrado, obligado a vivir lejos, Gelman imagina un regreso radical, no a su patria, sino al vientre de su madre: ...debo haber sido muy feliz adentro tuyo/ habré querido no salir nunca de vos/ me expulsaste y lo expulsado te expulsó. Una vez fuera, el poeta conoció la tierra, el exilio del hombre.

Un siglo de oprobio se empeñó en empujarlo en esa dirección. Separado de los suyos, inventó palabras. No es causal que en su discurso encomiara la avidez con que Cervantes acuñaba neologismos, palabras locas y necesarias, que permiten describir lo que una persona hace asnalmente o la forma en que un estudiante se dedica a bachillear. A Gelman le gusta cambiar el género de las cosas, decir la fuego para buscar el alma femenina de la lumbre o conjugar el verbo amorar para las cosas que han sido amadas.

¿Qué hace un poeta cuando pierde el país de su lengua? Lo mismo que Antígona y Medea: preserva el recuerdo de sus muertos y combate el infortunio con el canto.

Para Gelman, la misión del poeta consiste en algo más que escribir contra la muerte y el silencio; sus palabras -las muchas voces que ahí comparecen- refutan la negatividad, pero también inventan una alternativa, agregan algo: con temple cervantino, Gelman sabe que no hay amor sin risa, ni justicia sin amor.

Malos tiempos para la lírica, escribió Bertolt Brecht en los albores del nazismo. Todas las épocas han sido aciagas y mezquinas. En todas ellas, el canto ha resistido.

Que Juan Gelman, poeta de la errancia, viva en México es un motivo de satisfacción, pero también un desafío: ojalá estemos a la altura del excepcional que decidió estar entre nosotros para pulir sus palabras con el amoroso cuidado con que el Quijote pulió sus armas.

1 comentario:

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