30.4.08

Cuentos del ande y la neblina

El miércoles 30 de abril, a las 7.30 p.m., en la Librería Crisol del Óvalo Gutiérrez de Miraflores, se llevará a cabo la presentación del libro Cuentos del ande y la neblina (1964-2008), que reúne la obra cuentística de Edgardo Rivera Martínez, quien, como ya es de consenso, es uno de los escritores peruanos más importantes de la actualidad. Editado por Santillana, en su colección Punto de lectura, el volumen incluye también dos relatos inéditos, uno de los cuales, "Ileana Espíritu", ha sido publicado, en calidad de primicia, en el Dominical de El Comercio, del 27 de abril de último, y que, para la felicidad de nuestros lectores, transcribimos a continuación.

"No durmió esa noche Ileana Espíritu. No durmió, y en pocos días encaneció por completo y su expresión se hizo aún más reconcentrada, más distante. Dejó de hablar, a menos que fuese indispensable, y su figura pareció aún más alta y seca. Así fue, sin duda, desde esa noche en que su prima y vecina Agripina le avisó: «¡Ileana, tu hijo! ¡Los milicos han tomado preso a tu hijo en Canchayllo!». Y ella apenas si atinó a preguntar: «¿A Pedro? ¿Cuándo? ¿Por qué?». «Es lo que Benito Ardiles me ha contado hace una hora, de paso a Molinos», contestó aquella. Y añadió: «Los subversivos mataron a un ingeniero hace unos días allá en la mina, en Yauricocha, y vinieron cachacos de La Oroya, pasaron el Mantaro por Pachacayo y comenzaron a disparar contra unos obreros que bajaban en un camión a Canchayllo, y entre ellos estaba Pedro». «¿Y lo han herido?». «No se sabe, pero tal vez no, porque se escapó». Esto contó Agripina y al cabo de un momento se marchó.

Y casi de inmediato, sin importarle esa hora, Ileana se cambió de ropa, juntó lo necesario y tomó otras providencias, y esperó que amaneciera. ¿Por qué su hijo había tenido que ir a trabajar en ese lugar tan alto y lejano? ¿Por qué no había escuchado sus advertencias? ¿Por qué tenía que bajar desde la mina a Canchayllo? Esas y otras preguntas acosaban su mente. A las primeras luces del alba encargó las llaves de su casa a Otayza, su vecino, quien no pudo convencerla de que esperase un poco. Se dirigió caminando desde su pueblo de Huertas a Jauja, donde consiguió que la aceptara como pasajera el chofer de un camión que iba a Morococha, en el cual llegó a Pachacayo hacia las ocho y media de la mañana.

Pedro Pomasunco, hijo único y huérfano de padre, había estudiado secundaria en Huancayo y después se fue a trabajar a Yauricocha. «Hombre callado», lo describía un paisano, «parecido a su madre, pero aficionado a rasgar por horas su mandolina, solo, ahí en el corredor de su casa». Joven tímido, era imposible que se hubiera plegado a los subversivos.

Ileana cruzó el puente sobre el Mantaro y de alguna manera logró pasar el control que había establecido allí la policía, donde no quisieron darle ningún dato, de modo que tuvo que continuar a pie hasta Canchayllo. En este pueblo le aconsejaron que se dirigiera a la posta médica, donde le informaron que no había ningún Pedro Pomasunco entre los muertos, que eran dos, ni tampoco entre los heridos. Buscó luego a Eladio Rosales, julcaíno con muchos años de trabajo en Yauricocha, a quien conocía desde hacía años. Este la puso en contacto con un dirigente minero, escondido por precaución en una casa, el cual le confirmó la versión de Ardiles y que provenía de Jacinto Irala, según la cual Pedro se había visto involucrado en el confuso encuentro entre la policía y unos mineros, sin armas por supuesto, que bajaban de Yauricocha en ese camión, y que sin duda fueron tomados por senderistas. Y que había sido herido en la balacera, pero no de gravedad, pues así como estaba alcanzó a dar un rodeo y escapar hacia el puente, con intención sin duda de huir a Jauja.

Ileana anduvo averiguando en pos de mayores datos, hasta que dio con el hermano de Benito Ardiles, quien le confirmó que Pedro trató de cruzar el puente al atardecer, pero como vio que se hallaba bajo control de los milicos, asustado, optó, así como se encontraba, por lanzarse al río para pasar a la otra ribera. En la confusión Ardiles no pudo darse cuenta si el fugitivo logró hacerlo y pudo salir aguas abajo, o si lo arrastró la corriente. Ileana Espíritu escuchó todo con la mayor atención. El informante comentaría al evocar su breve conversación con la vieja campesina: «No derramó ni una lágrima. No le tembló tampoco la voz ni volvió a las mismas preguntas».

Ileana se acercó entonces a otros hombres y mujeres que vivían en las cercanías, o que habían ido también a averiguar por los suyos, pero nadie pudo informarle nada. Volvió, pues, a Canchayllo, y preguntó en el puesto de la Guardia Civil, cosa que por prudencia, sin duda, no había hecho antes, y pudo enterarse de que su hijo no estaba tampoco entre los arrestados. Se topó nuevamente con Rosales, quien trató de darle esperanzas diciendo: «Seguro salió por la otra orilla y se habrá escondido...». Ella le agradeció con un gesto por su información pero no dijo nada, desandó el camino recorrido y se la vio pasar al otro lado del río, y se fue caminando por la ribera, aguas abajo, en busca de su hijo.

Al anochecer regresó sin haber encontrado ni siquiera un indicio y habló otra vez con Benito, quien la llevó a ver a otro minero, que no había sido detenido. Este precisó que Pedro estuvo, en efecto, entre los que bajaron de Yauricocha, sin que ninguno portara arma alguna, porque solo eran trabajadores, pero que sí estaba en la parte delantera de la tolva y, por tanto, entre los que recibieron las primeras descargas a mansalva de los uniformados. «¿Y si se hubiera vuelto a Yauricocha?», preguntó Ileana. «No, eso es imposible», aclaró el compañero del desaparecido, «porque nos cortaron la retirada». «¿Y usted dice que estaba herido en un hombro?». «Me parece que sí, porque se agarraba el lado izquierdo». «¿Y así se arrojó al río?». «Sí, así me han dicho». Con alguna esperanza, entonces, la vieja mujer se retiró y fue a hospedarse en casa de Eladio Rosales. «Pasó la noche en el cuarto del costado, pero no creo que durmiese nada», contó este más tarde.

A la mañana siguiente, no bien amaneció, Ileana Espíritu se dirigió otra vez a la margen izquierda y de nuevo se fue caminando aguas abajo, escudriñando entre las chilcas y los peñascos, y oteando hacia la otra orilla. Al obscurecer se encontró sin duda a la altura de Llocllapampa y pernoctó en algún sitio, quizás en una casa en ruinas que hay por ahí. Proseguiría luego, al rayar el día, y se toparía con Casimira Alayo, la cual, contando el encuentro a Eladio, diría: «Era tan recia, a la verdad». Se la vio seguir por allí, buscando, indagando, pero nadie le daba razón de un ahogado, ni nadie había visto pasar, flotando en el agua, cuerpo ni prenda alguna, y tampoco se había escuchado hablar de un herido que se hubiese refugiado en alguna vivienda.

Ileana se mostraba serena, según contaron los pocos que se toparon después con ella, pero se veía que sufría hondamente, y esos ojos suyos parecía que llameaban. Le aconsejaron que volviera a Canchayllo y, si nadie sabía nada, que regresara a Huertas, pues a lo mejor su hijo ya lo había hecho. Y así ella debió, pues, retornar sobre sus pasos y se detuvo en el pueblo, y de nuevo habló con Benito Ardiles y con Emeterio Montalvo, quienes también le aconsejaron que retornara a su casa. «Tal vez estará escondido allá», le dijeron. Pero hubo otro que dijo: «Quizás habrá cruzado el río y se habrá ahogado». Con esta idea, aquellos e Ileana se dirigieron a la ribera. Un policía los interceptó, pero luego de algunas explicaciones los dejó pasar. Comenzaron a caminar por la orilla derecha, aguas abajo, mirando atentamente. Y pasaron así dos o tres horas, hasta que uno de ellos dijo: «Tal vez la corriente se lo habrá llevado hasta Huaripampa, hasta Sincos...». «A lo mejor su cuerpo no aparecerá ya nunca», sugirió, imprudente, el otro.

Por suerte, Ileana no estaba cerca y no escuchó estas palabras. «Sin mirarnos, huraña, recia, iba por delante, escudriñando la corriente, los islotes, la margen opuesta», recordaría Benito Ardiles. Y así hasta el atardecer, cuando sus acompañantes pusieron fin a la búsqueda para retornar a su aldea. «Volvamos, que se hará noche», le dijeron, pero ella no quiso. Y allí se quedó, mientras ellos emprendían el regreso. Y parece que esa noche se acomodó en una choza abandonada, y que al amanecer reanudó la caminata, hasta llegar a la altura de Parco, adonde habría comido un poco y descansado, después de indagar si alguien sabía de un ahogado. Y como no era así, continuó la búsqueda, y la noche la tomó en el caserío de Miraflores, donde una lugareña, compadecida, le brindó un lugar en el corredor de su casa para que pasara la noche.

Por lo que se deduce, continuó al día siguiente y al otro, descansando entre los arbustos de la ribera, comiendo un fiambre frugal, sin arredrarse por el frío ni el cansancio, y durmiendo apenas, allí donde podía y, si no, quizá velando con la mirada puesta en las aguas, como si sus ojos pudieran ver en la obscuridad el cuerpo amado, inerte, flotando en ellas. Y así, hasta que al cabo de tres o cuatro días, a contar desde la partida de Pachacayo, y caminando sola, sorteando las piedras, desgarrándose la ropa en las plantas espinosas, sangrantes los pies, llegó a las riberas de Sincos. Indagó una vez más entre los campesinos con los que se topó, sin cuidarse de que, en razón de su apariencia, la tomasen por loca. Y no, ninguno sabía nada, por lo cual optó por pasar a la otra margen por el puente Huáscar y, llevada por una premonición o quizá por algún consejo, reanudó la búsqueda en sentido contrario.

Fue así como en la ribera de Yanamuclo se topó con un conocido, Juan de Dios Huamán, quien le preguntó, alarmado, por qué andaba de esa manera, y cuando lo supo, le dijo, según él mismo contó: «Tal vez los cachacos lo han tomado preso y lo tienen detenido en La Oroya. ¿Por qué no averigua por allá?». «Sí, tal vez», había respondido Ileana y, aferrándose a esa posibilidad, se aseó en el río y salió después a la carretera, y como aún le quedaba un poco de dinero tomó un ómnibus que la llevó a La Oroya. Y ya en esta ciudad visitó la jefatura de línea de la policía y la subprefectura, y en ambos sitios obtuvo la misma y negativa respuesta. Acudió entonces, aconsejada por un gendarme, al hospital, donde tampoco había nadie que respondiese al nombre de Pedro Pomasunco. Se dirigió luego al sindicato de obreros de la compañía, sin ningún resultado, y al municipio, donde nadie quiso saber del asunto y donde un sargento medio borracho alzó la voz y le dijo: «¡Váyase ya, vieja loca!». Y Saturnino Ingaroca, medio paisano de la errante madre y que había presenciado la escena, comentó después: «¡Cómo le relampaguearon los ojos al oír el insulto! Y de veras que por la ira, y por el dolor reflejado en su cara, y su flacura, parecía un ser de otro mundo».

Asustado, el cachaco se moderó e Ingaroca se acercó entonces a ella para preguntarle qué había pasado, pero ella se limitó a mirarlo por un momento, y luego, sin decir palabra, se marchó. ¿Qué hizo luego? ¿Recorrió otra vez las riberas del Mantaro? ¿Solicitó ayuda a alguien? ¿Viajó tal vez a Yauricocha? No, no se sabe. Sea como fuere, al cabo de largos días retornó a Huertas, en estado de veras lamentable. Enterada de su regreso, su prima Agripina, quien era la única de la familia que mantenía un trato más o menos continuo con ella, fue a verla, y más tarde contó: «Apenas si habló, y solo para decirnos que no, que no había visto nada ni había tenido noticia alguna». Escuchó en silencio las sugerencias y consejos, y respondió con monosílabos a las preguntas. «Se veía tan sumida en sí misma, tan lejana», añadió su pariente. Ileana estuvo en su casa por tres o cuatro días, descansando un poco, viendo por sus animales, de los que se había hecho cargo, durante su ausencia, y por compasión, Otayza, el vecino. Después cerró de nuevo sus puertas, le dio una gratificación para que, por favor, él viera por sus carneros y gallinas, y retornó a su agotadora búsqueda, sin que la detuvieran la soledad ni el cansancio, ni el frío de agosto. Antes, eso sí, se confeccionó ella misma unas sandalias de cabuya, pues su muda de zapatos ya no daba para más, y se puso un retazo de tela a manera de argelina debajo del sombrero. Y así se trasladó una mañana, en ómnibus, hasta un sitio frente a Llocllapampa, desde donde reinició la búsqueda del cuerpo, esta vez por la margen izquierda. No le importaron, por lo visto, las escorias de la fundición de La Oroya, traídas por el viento y el agua, y esparcidas en las orillas, y se adentraba para tentar con un palo en los bajíos, no fuera que se hubiese quedado retenido en ellos el cuerpo del hijo ahogado, si es que de veras había fenecido de esa manera. Y así, río abajo, hasta que dos o tres días después, a la altura de Apata, se topó con una bufanda que parecía ser la que usaba Pedro. Fue en ese punto que la alcanzaron dos hombres, enviados por el sindicado de trabajadores de Yauricocha para entregarle un auxilio en dinero y, aunque sin esperanzas, ayudarle por un día en su intento. Apenas si habló, en esas horas, la vieja mujer, y se negó a buscar alojamiento en uno de esos pueblos, acostumbrada como estaba ya a la intemperie. «Tan recia y tan pensativa», recordaría Justiniano Linares, uno de los enviados. «Tan callada y con esas manos tan sarmentosas», comentaría Prisciliano Meza, su compañero. En Huamalí los hombres alquilaron un bote a remo, y contrataron por una hora a un lugareño con experiencia en semejantes búsquedas, pero sin resultado. Los hombres se despidieron, pues, a la mañana del día siguiente, diciendo: «No se canse ya, señora, que la corriente se habrá llevado muy lejos el cuerpo...». Y otra vez se quedó sola. Sola, como había vivido por tantos años, y sabiendo ya, seguramente, que jamás encontraría los restos de su hijo. En algún momento regresó a su pueblo, donde descansó un par de días, después de los cuales procedió a rematar a cualquier precio sus animales y espantó a pedradas a su perro, Tinto, habituado ya, por lo demás, a arreglárselas por su cuenta. Cerró luego, aunque solo fuese un rito, la puerta de su casa, en la que, como se supo más tarde, no tenía casi nada. Se dirigió a continuación a Jauja y de allí a algún punto de las riberas del Mantaro, y se perdió su rastro. Se dice que fue vista a la altura de San Jerónimo y que bajó hasta Izcuchaca, lo cual es muy improbable. Pasó el tiempo y llegaron las primeras lluvias, las de octubre. Mas Ileana no se desanimó. Hubo quienes, sabedores ya de ese caso heroico de amor materno, trataron de toparse con ella, y en todos los casos, cuando lo consiguieron, lo que más les impresionó no fueron tanto su extenuación ni sus pies lacerados, sino sus ojos, ardiendo siempre con un fuego sombrío, insostenible. Casi sin dormir, a lo que parece, como si se hubiese abatido sobre ella un insomnio sin término, y como si a toda hora de la noche la alumbrase la luz de su sufrimiento. Andaba así, astrosa, irreal, por las orillas, al amanecer, de día, al caer la noche, sin que nadie osara ya dirigirle la palabra, y sin que nadie, tampoco, pudiera asegurar que se trataba en efecto de ella y no de una visión del otro mundo. No es de extrañar, pues, que su figura llegase a suscitar no ya compasión ni asombro, sino un temor casi religioso. Y tanto, que hubo gente que ponía, en los parajes por los que se la había visto o por los que se suponía que iba a pasar, montoncitos de cancha, hojas de coca y hasta flores, como si se hubiese tratado de una deidad andina. Sí, ofrendas temerosas. Se difundió también la versión de que no se detenía a descansar ni por un momento, ni aun de noche, ni cuando llovía, inmersa siempre en su dolor, aferrada a una esperanza sin sentido. Y así, hasta que en algún momento comenzó a perderse su recuerdo, como había desaparecido su hijo".

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