Pocos estarán dispuestos a negarlo: la poesía, entre todos los géneros, es el más intimidante para la crítica. Para revertir dicha situación, Terry Eagleton escribió el año pasado How to read a poem (Cómo leer un poema). Un libro militante, didáctico y sarcástico donde expone su propio trabajo, escenas de un análisis poético, curso teórico y sobre todo práctico de cómo y cuánto es capaz de leer la crítica cuando no se siente culpable por atender a la forma, la puntuación, el ritmo y otros recursos específicos. Más sencillo, acusa el autor, resulta detectar un sesgo sexista en un poema que pensar en el sentido político de su puntuación. Se pueden leer aquí sus análisis de autores varios, que van del Renacimiento hasta el presente. La mayoría de los elegidos, es posible suponer, integran su canon personal: Eliot, Hopkins, Keats, Shakespeare, Yeats, Sir Walter Raleigh, Alfred Tennyson. Aunque aborda cada uno de manera diferente, su acercamiento va al rescate de aquellos elementos que hacen que la poesía sea “una extraña clase de sonido en la cual ciertos elementos como el tono, el modo, el ritmo, los cortes, las continuidades y la textura son partes de su significado”.
Después de varias décadas de dar clases de literatura inglesa en Cambridge, en Oxford y en los últimos años en la universidad de Manchester, Eagleton llega a la conclusión de que los estudiantes ya no saben, no quieren ni han visto jamás a sus profesores, ejercitar la crítica literaria (menos aún si el texto es poesía). La enseñanza de la crítica se ha vuelto tan perimida como podría serlo hoy una academia dedicada a transmitir a las nuevas generaciones los pasos del minué. “Los críticos —dice el autor con un sentido del humor propio de aquellos profesores (sobre todo los ingleses) que saben mantener en vilo a su auditorio a fuerza de ironía— tiene todos la misma pesadilla: llega el día en que un funcionario gubernamental nos detiene en la ventanilla de pagos con la vergonzosa verdad de que estamos recibiendo honorarios por leer novelas y poemas.”
Con la tutela de los formalistas rusos y la de críticos (Benjamin, Barthes, Williams) que hicieron literatura, Eagleton responde a preguntas básicas y cruciales: ¿Que es poesía? ¿En qué se diferencia de la prosa? ¿Existe el lenguaje poético? ¿Dónde está la diferencia entre una lectura meticulosa y una que sabe lo que va a buscar?
De todas las definiciones, descarta con énfasis aquellas que asocian el lenguaje poético con la función emotiva del lenguaje y opta por una de las más revulsivas: un poema es una pieza moral y de ficción cuyas líneas terminan no donde lo señala la gramática ni la computadora sino donde el poeta quiere.
A medida que va respondiendo a sus propias preguntas, señala las falacias de expresiones cotidianas, como aquella que propone “encontrar las ideas que está atrás del lenguaje poético” como si la poesía fuera en verdad un envoltorio de celofán, que solo basta con desenvolver.
La poesía es una especie de magia primitiva en la cual las palabras y las cosas tienen un vínculo secreto. Es la encargada de empujar a las palabras hasta la instancia de ser cosas, no simplemente señales abstractas sino experiencias palpables. Así es que para Eagleton, los críticos, los estudiantes de letras y los lectores también, tendrán que vivir asumiendo esta realidad: “En la vida diaria, el hecho de hablar de seres imaginarios como si se tratara de seres reales es una enfermedad conocida como psicosis. En la universidad, eso es crítica de literatura”.
Después de varias décadas de dar clases de literatura inglesa en Cambridge, en Oxford y en los últimos años en la universidad de Manchester, Eagleton llega a la conclusión de que los estudiantes ya no saben, no quieren ni han visto jamás a sus profesores, ejercitar la crítica literaria (menos aún si el texto es poesía). La enseñanza de la crítica se ha vuelto tan perimida como podría serlo hoy una academia dedicada a transmitir a las nuevas generaciones los pasos del minué. “Los críticos —dice el autor con un sentido del humor propio de aquellos profesores (sobre todo los ingleses) que saben mantener en vilo a su auditorio a fuerza de ironía— tiene todos la misma pesadilla: llega el día en que un funcionario gubernamental nos detiene en la ventanilla de pagos con la vergonzosa verdad de que estamos recibiendo honorarios por leer novelas y poemas.”
Con la tutela de los formalistas rusos y la de críticos (Benjamin, Barthes, Williams) que hicieron literatura, Eagleton responde a preguntas básicas y cruciales: ¿Que es poesía? ¿En qué se diferencia de la prosa? ¿Existe el lenguaje poético? ¿Dónde está la diferencia entre una lectura meticulosa y una que sabe lo que va a buscar?
De todas las definiciones, descarta con énfasis aquellas que asocian el lenguaje poético con la función emotiva del lenguaje y opta por una de las más revulsivas: un poema es una pieza moral y de ficción cuyas líneas terminan no donde lo señala la gramática ni la computadora sino donde el poeta quiere.
A medida que va respondiendo a sus propias preguntas, señala las falacias de expresiones cotidianas, como aquella que propone “encontrar las ideas que está atrás del lenguaje poético” como si la poesía fuera en verdad un envoltorio de celofán, que solo basta con desenvolver.
La poesía es una especie de magia primitiva en la cual las palabras y las cosas tienen un vínculo secreto. Es la encargada de empujar a las palabras hasta la instancia de ser cosas, no simplemente señales abstractas sino experiencias palpables. Así es que para Eagleton, los críticos, los estudiantes de letras y los lectores también, tendrán que vivir asumiendo esta realidad: “En la vida diaria, el hecho de hablar de seres imaginarios como si se tratara de seres reales es una enfermedad conocida como psicosis. En la universidad, eso es crítica de literatura”.
(Publicado originalmente en el suplemento Radar Libros, de Página/ 12,
Buenos Aires, 23 de Diciembre de 2007)
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