1.9.08

Intelectuales made in LA

Por Carlos Altamirano

Las élites culturales han sido actores importantes de la historia de América Latina. Procediendo como bisagras entre los centros que obraban como metrópolis culturales y las condiciones y tradiciones locales, ellas desempeñaron un papel decisivo no sólo en el dominio de las ideas, del arte o de la literatura del subcontinente, es decir, en las actividades y las producciones reconocidas como culturales, sino también en el dominio de la historia política. Si se piensa en el siglo XIX, no podrían describirse adecuadamente ni el proceso de la independencia, ni el drama de nuestras guerras civiles, ni la construcción de los estados nacionales, sin referencia al punto de vista de los hombres de saber, a los letrados, idóneos en la cultura escrita y en el arte de discutir y argumentar. Según las circunstancias, juristas y escritores pusieron sus conocimientos y sus competencias literarias al servicio de los combates políticos, tanto en las polémicas como en el curso de las guerras, a la hora de redactar proclamas o de concebir constituciones, actuar de consejeros de quienes ejercían el poder político o ejercerlo en persona. La poesía, con pocas excepciones, fue poesía cívica.

El vasto cambio social y económico que posteriormente, en el último tercio del siglo XIX, incorporó a los países latinoamericanos a la órbita de la modernización capitalista, existió antes, como aspiración e imagen idealizada del porvenir, en los escritos de las élites modernizadoras. La marcha hacia el progreso tomó diferentes vías políticas, desde la fórmula del gobierno fuerte a la república oligárquica más o menos liberal, pero todas contaron con su gente de saber y sus publicistas. Había que unificar el Estado y consolidar su dominio sobre el territorio que cada nación hispanoamericana reclamaba como propio, redactar códigos e impulsar la educación pública. Esas tareas no pudieron llevarse adelante sin la cooperación de "competentes", nativos o extranjeros, que pudieran producir y ofrecer conocimientos, sean legales, geográficos, técnicos o estadísticos. Tampoco sin quienes pudieran suministrar discursos de legitimación destinados a engendrar la alianza incondicional de los ciudadanos con "su" Estado -narrativas de la patria, de la identidad nacional, del pueblo en lucha por la nación en los campos de batalla-. Brasil, cuya independencia no había conocido las rupturas ni las vicisitudes de sus vecinos, se puso institucionalmente a la par del resto de los países latinoamericanos en 1891, al adoptar el modelo de la república y dejar atrás el orden monárquico.

En el siglo XX la situación y el papel de las élites culturales varió de un país al otro, según las vicisitudes de la vida política nacional, la complejización creciente de la estructura social y la ampliación de la gama de los productores y los productos culturales. Pero, hablando en términos generales, digamos que desde fines del siglo anterior los indicios de diferenciación entre esfera política y esfera cultural se harían cada vez más evidentes y que la división del trabajo comenzó a desgastar los lazos tradicionales entre los hombres de pluma y la vida política. El desarrollo de la instrucción pública amplió el mercado de lectores y poco a poco comenzó a germinar aquí y allá una industria editorial. Pero la literatura, al menos la literatura de y para el público cultivado, no se transformó por ello en una profesión -seguiría siendo una ocupación que no daba dinero- y los empleos más frecuentes para quienes quisieran vivir de la escritura o del conocimiento disciplinado en estudios formales fueron el periodismo, la diplomacia y la enseñanza.

Nuestros países ingresaron con retraso en el mundo moderno y culturalmente continuaron desempeñando el papel de provincias de las grandes metrópolis, sobre todo de las europeas, que funcionaban como focos de creación y prestigio de donde provenían las ideas y los estilos inspiradores. América había llegado tarde al banquete de la civilización europea, según afirmó en 1936 Alfonso Reyes, en una fórmula que se haría célebre porque resumía un sentimiento generalizado en las élites culturales de América Latina. No obstante, aunque lejos de los centros en que se inventaban las doctrinas y se experimentaban las nuevas formas, hemos tenido, como en otras partes, hombres de letras aplicados a la legitimación del orden e intelectuales críticos del poder, vanguardias artísticas y vanguardias políticas surgidas de las aulas universitarias. El APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), fundada en México en 1924 por un líder del movimiento estudiantil peruano, Haya de la Torre, es sólo el ejemplo más logrado, pero no el único, de esas vanguardias políticas que estimuló a lo largo de América Latina el movimiento de la Reforma Universitaria. Las revoluciones del siglo XX en América Latina -la de México en 1910 y la de Cuba en 1959- interpelaron a los intelectuales y conmovieron sus modos de pensar y de actuar, pero no sólo en esos países sino a lo largo de todo el subcontinente.

No resulta difícil, en suma, identificar la labor de estas figuras. Sin embargo, aunque sabemos bastante de sus ideas, no contamos con una historia de la posición de los hombres de ideas en el espacio social, de sus asociaciones y sus formas de actividad, de las instituciones y los campos de la vida intelectual, de sus debates y de las relaciones entre "poder secular" y "poder espiritual", para hablar como Auguste Comte. Hay excelentes estudios sobre casos nacionales, por cierto, y Brasil y México son los países que llevan la delantera en este terreno, pero carecemos de una historia general.

(De la "Introducción general" a Historia de los intelectuales en América LatinaI. La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, Buenos Aires, Katz Editores, 2008)

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