28.9.08

Biografía de Luis Hernández

Durante décadas envuelto en un manto de misterio y elevado a la categoría de mito literario tras su prematura muerte, Luís Hernández (Lima, 1941 – Buenos Aires, 1977), quizá el poeta peruano más original e inclasificable, que durante años edificara una intensa y lúdica obra poética titulada Vox Horrísona en cuadernos escritos a plumón, que llenaba de dibujos para después regalarlos a propios y extraños, se convirtió en un poeta culto para cientos de jóvenes.

La playa, el sol, los colores (lila, azul), la neblina, su barrio de Jesús María, los bares, la neblina, la música, todo esto, que constituía para Hernández su "material temático cromático" tal como él mismo decía, fue forjando el universo fascinante que aún hoy, a treinta años de su partida física, seduce y decide las vocaciones artísticas de chicos y chicas que reconocen en Hernández a un creador insólitamente cercano y actual y a quien de manera natural llaman "Luchito".

El joven periodista Rafael Romero Tassara, ha compuesto una exhaustiva y magistral biografía titulada La armonía de H. Vida y obra de Luís Hernández Camarero tras cuatro años de investigación en archivos públicos y privados y más de medio centenar de entrevistas a los familiares, amigos del poeta-médico.

La edición, publicada por Jaime Campodónico Editor, incluye fotografías inéditas y documentos nunca antes vistos, cedidos por la familia del poeta. Y como broche de oro, se añade al libro una reproducción facsimilar de una libreta-calendario, la llamada Libreta Bayer guardada por treinta años y que el poeta utilizó, a manera de obra abierta, para escribir sus poemas en sus clásicos trazos a plumón.

La armonía de H. Vida y obra de Luís Hernández Camarero será presentada por el académico Camilo Fernández Cozman, el poeta Luís La Hoz y el músico Manongo Mujica. La cita es el martes 30 de septiembre, a las 7 de la noche, en la sala "Juan Mejía Baca" de la Biblioteca Nacional del Perú (Av. de la Poesía 160, San Borja, esquina Av. Javier Prado y Aviación).

27.9.08

El héroe de Berlín

Por Enrique Congrains Martin.
La República, Lima, 27/09/08


Esta nueva novela del peruano Carlos Meneses tiene como pretexto argumental la hazaña de un corredor limeño, el "pavo" José Medina, en las Olimpiadas de Berlín en 1936, en donde estuvo a un tris de alzarse con la medalla de oro.

De los diecisiete capítulos de la novela, el más original es el primero: una voz invisible o incorpórea le advierte al autor las dificultades implícitas en su proyecto literario-biográfico: "Pero, te advierto, te será difícil desentrañar una vida tan enredada como la de él", (pág. 11); "Te las vas a ver negras para reunir gente que pueda entregarte datos de primera como se dice en el ambiente de la prensa", (pág. 12), todo lo cual se debe entender porque el narrador, o sea Carlos Meneses, emprende su tour de force cuarenta años después de las Olimpiadas de 1936 y además con el agravante de no haber conocido nunca al protagonista.

Es que este "héroe de Berlín", tiene mucha madera para tallar la arquitectura de todo un personaje: surgido de las capas más paupérrimas de Lima, primero se encumbra deportivamente ante los ojos, más que del mundo, de su patria. Y al retornar a su tierra, cargado de fama, emprende un periplo empresarial exitoso, que es un testimonio de la movilidad social peruana.

Esta reconstrucción de la vida y hazañas del personaje se hace a base de entrevistas con personas (hombres y mujeres), que conocieron y tuvieron alguna relación con don José, porque los logros empresariales, una empresa de pompas fúnebres, otra de transporte interdepartamental, una inmobiliaria, y también la de promotor de vedettes, le dieron el lustre del "don José" a quien sólo había sido un José Medina a secas, como que su cuna fueron los Barrios Altos de Lima.

La novela está repleta de referencias a personajes de la época: futbolistas como Lolo Fernández, militares devenidos en políticos como Manuel A. Odría y Zenón Noriega, bailarinas como Betty de Roma, literatos como José (Pepe) Durand, periodistas como Guido Monteverde, entre muchos otros, lo cual le da un toque de verismo.

Pero en este territorio ambiguo donde confluye lo rotundamente historiable con la dosis de inventiva impuesta por el talento del autor, lo que al final queda (aparte de ese retrato mural de la Lima bohemia), es la enorme simpatía (pero no compasión) de Carlos Meneses por todos sus personajes, el protagonista y su amante Eduviges, y toda la cohorte de personajes secundarios.

Si el proyecto del autor fue reconstruir una Lima que ya se fue (y que nunca volverá a ser lo que fue), y mostrar las vicisitudes de un arribista (eso es lo que fue no José Medina sino don José), creemos que tanto el autor como la obra han salido airosas de esta maratón literaria a través de la pluralidad de voces-testimonios, y en donde lo más logrado sea, tal vez, la mesura con que Carlos Meneses va anudando los sucesos y va tejiendo la trama vivencial de alguien que, como todos, además, no le "gana la partida a la muerte", (pág. 17).

25.9.08

Un inédito de Rimbaud

Por Marco Antonio Campos
La Jornada Semanal, Ciudad de México, 21/09/08


El descubrimiento de un texto inédito en libro de Rimbaud en una librería de viejo de Charleville por Patrick Taliercio, cineasta francés de treinta y dos años de edad, ha conmocionado a los rimbaudianos. El texto, que en algo hace recordar el cuento “La nariz”, de Gogol, es una fantasía bufa y recrea un sueño del canciller alemán Otto von Bismarck en el período de la guerra franco-prusiana. Más allá de que el texto sea bueno o no, recuerda el espíritu del adolescente Rimbaud que simpatizó con la Comuna.

El azar coopera en ocasiones más que las indagaciones exhaustivas. A pocos poetas les han escudriñado tanto la vida como a Rimbaud. Parece increíble que a biógrafos excepcionales, que han buscado como detectives de novela clásica policial hasta el ínfimo o lateral detalle, como Petitfils, Matarasso, Borer, Lefrère y Steve Murphy, se les haya ido este texto. En un reportaje-entrevista publicado el 28 de mayo por la periodista Nathalie Vandystadt, del diario belga francófono Le Soir, Taliercio cuenta a la entrevistadora que desde 2005 prepara un filme sobre el joven ardenés, pero no de carácter histórico, sino de viva actualidad. La pregunta que Taliercio quiere hacerse en el filme es la siguiente: “¿Sería posible en nuestra época la carrera artística de Rimbaud?” No deja de ser interesante asimismo que en el filme Taliercio busque escapar de la visión sesentayochesca (soixante-huitarde) en la que se ha encasillado en las últimas décadas al ardenés.

En Charleville le ocurrió a Taliercio lo que le pasa a todo el que visita la ciudad: la mayoría de los habitantes detesta al hijo más célebre. Inclusive el único busto que hay de Rimbaud en el parque de la estación es como explorador y no como poeta. Cuando develaron el busto, la madre de Rimbaud, Vitalie Cuif, no tuvo alma para asistir, y al caminar después por el sitio evitaba pasar cerca del busto. En una de las esquinas del parque estaba el Café de l' Univers, que frecuentaba Rimbaud, y donde vio por última vez en 1879 a Ernest Delahaye, su amigo de infancia y adolescencia, quien le preguntó si no seguía escribiendo poesía. Él repuso: “Ya no pienso en eso.”

Una referencia de paso de Delahaye fue la clave del hallazgo del texto. Delahaye mencionaba un texto periodístico firmado por el adolescente Rimbaud con el seudónimo de Jean Baudry. Ahora sabemos que apareció el 25 de noviembre de 1870, cuando Rimbaud tenía dieciséis años, en el diario Progrès des Ardennes. Taliercio lo encontró el pasado 26 de marzo. Durmió el sueño de los justos cosa de 137 años y cuatro meses.

La fantasía, que es también sátira, se publicó en los días de la segunda fuga de Rimbaud de la casa materna. En ese tiempo Rimbaud quería ser periodista. Rimbaud huye y se dirige a la ciudad minera belga de Charleroi. Escribe en el camino dos poemas “Le dormeur du val ” y “ Le cabaret vert. ”

A una pregunta de Nathalie Vandystadt, Taliercio responde: “Yo no creo que Rimbaud en la actualidad quisiera ser periodista.” Esas son cosas que no vienen al caso y que ni él ni nadie pueden responder.

He aquí el texto.

El sueño de Bismarck

(Fantasía)
Arthur Rimbaud (Jean Baudry)


Es el atardecer. Bajo su tienda de campaña, lleno de silencio y de sueño, Bismarck, un sueño sobre el mapa de Francia, medita. De su inmensa pipa escapa un hilillo azul.

Bismarck medita. Su pequeño índice ganchudo anda, sobre el papel vitela, del Rhin al Mosela, del Mosela al Sena. Imperceptiblemente con la uña rasga el papel alrededor de Estrasburgo: pasa más allá.

En Sarrebruck, en Wissembourg, en Woerth, en Sedán, tiembla, el dedito ganchudo: acaricia Nancy, rasguña Bitche y Phalsbourg, raya Metz, traza sobre las fronteras pequeñas líneas quebradas –y se detiene...

¡Bismarck ha cubierto triunfante con su índice la Alsacia y la Lorraine ! ¡Oh! ¡Qué delirios de avaro bajo su cráneo amarillo! ¡Qué deliciosas nubes de humo exhala su pipa venturosa!... Bismarck medita. ¡Vaya! Un grueso punto negro para detener el índice bullicioso. Es París. Entonces, la uñita malvada, raya, raya el papel, aquí y allá, rabioso, al fin, por detenerse... El dedo queda allí, mitad plegado, inmóvil.

¡París, París! El buen hombre ha soñado tanto con los ojos abiertos que la somnolencia se apodera de él: su frente se inclina hacia el papel. Maquinalmente, la hornilla de la pipa escapa de sus labios y cae sobre el innoble punto negro...

¡Huy! Povero. Abandonando su pobre cabeza, su nariz, la nariz de M. Otto de Bismarck se ha hundido en la hornilla ardiente... ¡Huy! ¡Povero! ¡Va povero! En la hornilla incandescente de la pipa... ¡Huy! ¡Povero! El índice está sobre París... ¡Terminado el sueño glorioso!

¡Esta nariz del viejo primer canciller era tan fina, tan espiritual, tan feliz! ¡Escondan, escondan esta nariz!...

Y bien, querido mío, cuando, para compartir el plato de col fermentada real, usted entre de nuevo a palacio

(líneas faltantes)

¡Y he allí! ¡Habría que soñar despierto!

(Traducción de Marco Antonio Campos)

21.9.08

La fe los traidores

Por Luciano Piazza
Radar Libros, Página/12, Buenos Aires, 14/09/08


La primera novela de Gabriel Pasquini es un recorrido a lo largo de la conciencia revolucionaria del siglo XX. Y esa conciencia es narrada a través de los cuadernos de protagonistas de la militancia: uno en los años ‘20, cruzando el océano para una misión encomendada por la Internacional con el objetivo de fundar el comunismo en América; el otro, un guerrillero de los ‘70 escribiendo desde una isla en el Delta las memorias de la derrota desde el nuevo contexto democrático. Ambos personajes han entregado su identidad y su destino a una conciencia revolucionaria marcada por la impronta de la lectura histórica. La Historia y la Revolución piensan en ellos, y la otra historia, la de los hechos que desoyen teorías y desmantelan mitos, los contradice. Desde esa contradicción se construyen sus preguntas constitutivas y, entre pregunta y pregunta, emergen viejas tramas en busca de nuevas respuestas.

El tono del romanticismo decimonónico introducen a Vittorio, un revolucionario comunista de los años ‘20. Su historia se abre cuando necesita encontrar ayuda para su hijo enfermo en el barco que los lleva a él y a su mujer a América. Entre América y Europa, entre el futuro de la revolución y de su secreta misión, y el pasado que contiene las lealtades y traiciones que cruzan el sur y el norte italianos, la Gran Guerra y el Octubre Rojo, la historia –la Historia y su propia historia, la de Vittorio– lo empiezan a perseguir. Por oleadas, van llegando algunas revelaciones insospechadas, giros que ponen a prueba permanentemente su fe revolucionaria. La intriga lleva el relato a tensiones dignas de misterios policiales y, en paralelo, a desengaños entre el amor y la pasión. La gran pregunta de Vittorio es si logrará su misión en América, si logrará hacer flamear esa bandera roja que lleva debajo de su hijo moribundo.

El relato queda allí en suspenso y se encamina hacia los cruces con el desengañado militante de los años ‘70. El contraste de épocas y de géneros es un verdadero acierto en la intención de armar el retrato de las preguntas más actuales sobre la ilusión de un cambio dramático en la política. En las hojas del guerrillero derrotado se lee el otro extremo de la historia. Recapitulando lo que pasó, y qué lo llevó a estar allí vivo pero al fin y al cabo sin causa y sin ejército, es un diario escrito con reflexiones cortas, tramadas con relecturas de escritos latinoamericanos sobre —alrededor de— la revolución.

El barco que llega a América con Vittorio marca no sólo la llegada sino también el comienzo de la izquierda en América. Mientras que los diarios del guerrillero son las notas del final de un proceso convulsionado, aquellas preguntas que la ideología revolucionaria, en plena praxis, no contemplaba. Revolución o muerte, dicotomía que para el sobreviviente se ha transformado en un viejo grito de guerra. Hoy, ¿cuál es la tercera mitad en esa opción? Si su Dios ha muerto, ¿cómo hacer el duelo?

La fe de los traidores se asoma frontalmente, a pesar de su elaborado trabajo literario, a preguntas y tópicos de fondo. No elude preguntas cuya sola formulación —más allá de las respuestas— resultarán incómodas para el sobreviviente, el vencido, el que ha dado todo o mucho de sí por algo que lo trascendía. Esas preguntas caracterizan a estos ejemplares cuya identidad de pronto se ha extinguido por fuerza mayor. La lealtad definía una identidad con la conciencia forjada sobre la idea de que el mundo tal como es sólo puede ser cambiado de manera dramática, drástica, por una revolución. ¿Qué queda para ellos después de la caída del Muro? ¿Qué opciones han quedado para los vencidos? ¿En qué se transforma la identidad, una identidad que de algún modo ha sido entregada por una causa y con la que muchos han encarado los años más importantes de su vida?

Desde esa contemporaneidad indaga Gabriel Pasquini sobre la fe de los traidores, una fórmula enriquecida al final del libro en todo su sentido paradójico e histórico. El cruce de géneros para retratar al unísono el comienzo y el fin de una época, es un paso intermedio pero decisivo para hablar del silencio actual: la incomodidad de estar con vida después de la derrota y el dolor de volverse conformistas con una vida nueva.

13.9.08

Matrimonio desdichado

Por Tomás Eloy Martínez
El Mercurio, Santiago de Chile, 13/09/08


Desde hacía ya muchos años su matrimonio naufragaba en querellas cada vez más ásperas.

La imagen tiene poco menos de un siglo, pero los más oscuros pliegues de la condición humana siguen allí tan vivos como cuando los captó un fotógrafo anónimo, la madrugada del 4 de noviembre de 1910.

La solitaria figura de una mujer madura, encaramada en puntas de pie sobre un cajón de madera, domina la escena. Es Sofía Andreievna, la esposa de León Tolstoi, quien trata de vislumbrar -espiando por la ventana de una cabaña perdida en la estepa rusa- el cuerpo agonizante de quien fue su marido durante 48 años y a cuya cama no puede acercarse por exigencia de los médicos, de los hijos y del propio Tolstoi.

El escritor había huido de su casa de Yásnaia Poliana una semana antes, abrumado por los incesantes requerimientos de Sofía (a la que llamaba Sonia) para que le entregara los manuscritos sin publicar y los diarios íntimos en los que hablaba de ella.

Desde hacía ya muchos años su matrimonio naufragaba en querellas cada vez más ásperas. Marido y mujer veían aquellas trifulcas como "una lucha a muerte" y en verdad lo eran. Se amaban pero la vida en común los estaba destrozando.

Cuando Tolstoi se fugó de la casa familiar sin avisarle a nadie -salvo a su hija Sasha, a quien le pidió que lo acompañara- estaba enfermo de neumonía.

Padre e hija atravesaron los campos helados en un trineo hasta la estación de tren, donde -para despistar- compraron pasajes a pequeños apeaderos de la línea del sur. Tolstoi pretendía pasar inadvertido, pero no tenía idea de su inmensa fama. Cayó derrumbado en un vagón de segunda clase y le pidió a Sasha que le comprara los periódicos. Con horror descubrió que la historia de su fuga era el tema principal de las portadas. Nubes de reporteros seguían el rumbo del tren y los fotógrafos estaban al acecho en las estaciones.

Muy pronto, todos los pasajeros se enteraron de que Tolstoi viajaba con ellos y acudieron en masa a verlo. Sasha les rogó que se fueran para que su padre pudiera descansar. Apenas circulaba el aire en los vagones llenos de humo.

Era ya entonces un gigante lleno de gloria y no habría otro que desatara entusiasmos tan tumultuosos. Ningún escritor, antes o después, conoció como él esos extremos de admiración. Cuando viajaba a Moscú y a San Petersburgo, las calles por las que pasaba estaban alfombradas de flores. Todos los extranjeros de renombre que llegaban a Rusia consideraban incompleta la peregrinación si Tolstoi no los recibía. Gandhi le escribió llamándolo "nuestro titán" y se declaró "humilde deudor de sus prédicas y doctrinas sobre la no violencia".

Aunque desde hacía mucho era el candidato obvio para ganar el Premio Nobel, se apresuró a rechazarlo antes de que se lo dieran. Cuanto más vasta era su fama pública, mayor era también el infortunio de su intimidad. Se había casado en 1862, a los 34 años. Sofía Andreievna acababa de cumplir 18. Los dos tenían temperamentos de hierro y se creían capaces de imponer al otro sus deseos y códigos de vida.

La misma noche de bodas el escritor cometió un error mayúsculo, que desviaría para siempre el cauce de su dicha: le dio a leer a Sonia sus diarios de juventud, en los que contaba con lujo de detalles sus borracheras y lujurias de oficial joven. Creía sinceramente que, al poner al descubierto las flaquezas de su alma, ella podría comprender con quién se había casado y perdonar las heridas futuras. Lo que logró fue abrir las compuertas de un torrente de celos y resentimientos que ya no se detendría.

Dos semanas más tarde, Sonia empezó a escribir su propio diario. Se levantaba en medio de la noche para espiar lo que el marido había escrito e imprudentemente dejaba al alcance de su curiosidad el inventario de los agravios que le adjudicaba. Entonces empezaban las reyertas cada vez más crueles, las acusaciones de infidelidad y desamor. Y sin embargo, los dos se amaban con un ímpetu que no apagaron los años maduros ni la desastrosa convivencia.

Nadie ha contado mejor esa tragedia que William Shirer, el gran periodista que fue testigo del ascenso de Hitler en la Alemania de Weimar y lo narró en un libro clásico, The rise and fall of the Third Reich.

Su obra más personal, sin embargo, es la historia de las borrascas conyugales que atormentaron a los Tolstoi. Lo publicó en 1993, un año antes de morir, con un título expresivo: Love and hatred. The stormy marriage of Leo and Sonya Tolstoy (Amor y odio. El tormentoso matrimonio de Sonia y León Tolstoi).

De allí ha salido casi toda la copiosa bibliografía sobre el fin de la pareja, incluyendo la noticia del amor crepuscular que Sonia parece haber sentido por el pianista Serguei Tanéiev cuando ella tenía ya 57 años.

Nada estremece tanto, sin embargo, como el relato de la muerte del gran hombre, que yacía solitario en la choza del jefe de la estación de Astápovo, perdido en la blancura de la estepa, mientras su fin inminente acongojaba a millares de lectores y discípulos en los cuatro rincones del mundo.

Expiró a las 6:05 de la mañana del domingo 7 de noviembre de 1910. A Sonia no se le permitió entrar sino minutos más tarde, cuando ya todo había pasado. A la intemperie, bajo los hilos de nieve que no cesaban de caer, los campesinos cantaban un antiguo himno funerario, "Memoria eterna".

La esposa lo sobrevivió nueve años, suplicando en su diario que el mundo la recordara con indulgencia.

8.9.08

La doble vida de Mankell

Por Mariana Enriquez
Radar Libros, Página/12, Buenos Aires, 07/09/08


Henning Mankell parece vivir dos vidas. En una reside en Estocolmo y es el creador de Kurt Wallander, el gran detective literario de estos tiempos (el que protagoniza novelas ya clásicas como Los perros de Riga o El hombre sonriente). En la otra, es dramaturgo y director del Teatro Nacional Avenida de Maputo, Mozambique, el país donde pasa gran parte del año, y al que también considera su hogar. Mankell ha dicho que esta vida dividida entre uno de los países más ricos del mundo y uno de los más pobres es en realidad sólo una: una vida completa. “Soy como esos pintores que deben pararse frente al lienzo cuando terminan un cuadro, para verlo de lejos. Mi existencia tiene ese movimiento. Algunas cosas sólo pueden verse a distancia, con cierta perspectiva.”

Esa perspectiva, dice, le permite escribir policiales que cuestionan la moralidad, la justicia y las responsabilidades del capitalismo, y se la ha dado el hecho de vivir en Africa. Mankell llegó al continente a los 22 años. Poco después se mudó a Zambia y finalmente se instaló en Mozambique, en 1987, ya como director del teatro Avenida. Es un escritor prolífico y un hombre hiperactivo, con más de cuarenta libros publicados (apenas nueve pertenecen a la saga del detective que lo hizo famoso). Y, además, es un ferviente difusor de los problemas africanos, especialmente del drama del sida que asola al continente. “Muchos críticos creen que el desengaño y la depresión que se traslucen en las novelas de Wallander provienen del clima frío, húmedo y triste de Suecia, de cierta melancolía genética que tendríamos los suecos. Pero no: provienen de conocer Africa, de saber que lo peor de este mundo es que hay mucho sufrimiento innecesario.”

Moriré, pero mi memoria sobrevivirá. Una reflexión personal sobre el sida es un texto breve en el que Henning Mankell ofrece su perspectiva sobre la epidemia y básicamente intenta difundir la existencia de los memory books o “libros de recuerdos”, pequeños cuadernos armados artesanalmente por enfermos de sida moribundos, donde ellos cuentan sus propias vidas. Lo hacen sobre todo para sus hijos, para que no los olviden. En algunos casos, los autores de libros de recuerdos confeccionan varios, uno para cada hijo, o para otros miembros de sus familias. Escribe Mankell: “No sé cuándo oí hablar por primera vez de los libros de recuerdos. Pero cuando ocurrió, comprendí de inmediato que debía saber más sobre ellos. Esos libros, esos pequeños cuadernos con fotografías pegadas en sus páginas y con textos escritos por personas que apenas dominan el alfabeto, podrían convertirse en los documentos más importantes de nuestro tiempo”. Así, para conocer estos libros, Mankell recorre Uganda y conversa con mucha gente, aunque en Moriré... aparecen sólo tres de sus interlocutores: una maestra y madre joven llamada Christine, su amiga Gladys y Moses, un hombre ya mayor que le habla de los primeros casos de sida en Kampala, a principios de los años ’70. Entre las conversaciones y el armado de los libros, Mankell recuerda su propio terror ante el sida incluso cuando no tenía posibilidades reales de estar infectado, y es brutalmente honesto en su exposición del miedo que lo sobrecoge cuando considera la posibilidad de llevarse a la cama a dos prostitutas jóvenes, en Zambia, o cuando espera los resultados de su test. También se indigna cuando da cuenta del increíble afán de lucro de los laboratorios, que no brindan drogas gratis para Africa, y cuando piensa en la precariedad que siempre acompaña a la miseria. “Padecer el sida en Suecia o en un país como Uganda son dos cosas totalmente distintas. El sida suele conllevar terribles dolores, difíciles de mitigar y más aún de erradicar. En un país pobre faltan recursos, incluido el de los especialistas médicos necesarios para mitigar el dolor.” O cuando cuenta el destino que tuvo el ataúd de utilería usado por su teatro para la representación de la obra Aquí no paga nadie, de Dario Fo: fue usado para sepultar a una joven prostituta enferma de sida de 17 años, que vivía en la calle y pedía comida.

Los mejores momentos de este breve y conmovedor libro ocurren cuando Mankell deslumbra y lastima como narrador. Entonces la denuncia y la indignación dan paso a párrafos inolvidables, más impactantes que cualquier cifra: “La primera vez que vi a una persona que, con total seguridad, tenía sida, fue también en Zambia. Era un joven que, con paso vacilante, se apeaba de un autobús abarrotado de gente, en Kabompo. Cayó al suelo a los pies de las personas que lo esperaban en la parada. Lo llevaron al hospital en una carretilla. Estaba en los huesos. Dos días después, murió. Había tenido el tiempo justo de viajar desde su casa, en Kitwe, hasta la de su madre, para morir a su lado. Se llamaba Richard y tenía diecisiete años. Fue en 1988. Y, con total seguridad, no era homosexual”.

Así, con recuerdos, retazos de sueños y fragmentos de conversaciones recogidos en más de treinta años, Henning Mankell trata de, como lo define en el prólogo el arzobispo Desmond Tutu, “hablar claro, y sobre todo hablar en nombre de aquellos que no pueden hablar por sí mismos”. Y también confiesa su esperanza de que los huérfanos del sida, que en 2003 –cuando se publicó originalmente este texto– sumaban trece millones, no tengan que escribir esos bellos y desesperados “libros de recuerdos”.

5.9.08

Marina Tsvetáieva

Por Benjamín Prado
Babelia, El País, Madrid, 06/09/08


"Para vivir un día es necesario / morirse muchas veces mucho", escribió Ángel González, y sin duda la poeta rusa Marina Tsvetáieva (1892-1941) se ajusta a esa idea como muy pocos escritores del siglo XX, entre ellos otras víctimas del totalitarismo como Osip Mandelstam o Anna Ajmátova, que fueron sus compañeros de viaje tanto a la hora de escalar la montaña de la fama como a la de bajar las escaleras del infierno. Algunas de sus muertes fueron físicas, y de hecho acabaron por llevarla al suicidio, que ella consideraba "el heroísmo del alma que se transforma en heroísmo del cuerpo"; pero otras fueron literarias, porque su obra ha sufrido tantos olvidos y censuras que casi parece un milagro que haya logrado abrirse paso y llegar hasta nosotros. Por fortuna lo ha hecho y sus libros no le faltan a ningún idioma importante. Tampoco al nuestro, y más ahora, porque si en España ya había sido traducida y publicada una parte muy sustancial de su trabajo, ahora esa presencia se aviva con cuatro libros simultáneos que se van a encargar de recordarnos que la autora de Indicios terrestres o Carta a la amazona es una de las escritoras más intensas y originales de su tiempo.

El primero de esos libros es una magnífica puerta de entrada a Marina Tsvetáieva, porque se trata de una antología de opiniones entresacadas de toda su obra, que dan una idea de su carácter y de su forma de ver la literatura: Locuciones de la Sibila (Ellago Ediciones. Castellón, 2008). Entre otras cosas, esta colección de sentencias es una emocionante demostración de la fe en la literatura de esta mujer admirable que siguió escribiendo, contra viento y marea, hasta llegar al mismo borde de la muerte. Un borde que estaba lejos, al otro lado de una sucesión de desgracias que casi siempre fueron producto de su lealtad a algún perdedor, y especialmente a su marido, un menchevique que había sido oficial del Ejército Blanco y que decidió regresar a la Rusia soviética, de la que ambos habían escapado tras la Revolución de 1917, en busca de su infortunio y el de su familia. Tsvetáieva lo sabía, y lo dice en una de sus Cartas de Wilno (publicadas en España por ediciones Maldoror en el año 2006), donde expresa su convencimiento de que la vuelta a casa será su perdición, porque allí será recibida como un enemigo que no comulgaba con la retórica soviética, entre otras cosas porque no creía en el realismo socialista sino en la aristocracia de la cultura, puesto que "la altura, como igualdad, no existe; sólo como supremacía"; pero aun así se dejó guiar por el fatalismo: "No puedo no marcharme pero tampoco puedo no regresar: así es como un hijo le habla a su madre y un ruso le habla a Rusia", dice uno de los fragmentos de Locuciones de la Sibila. Por el fatalismo o por el desinterés de quien se sabe extranjero por naturaleza, como dice en un poema de 1934: "¡Nostalgia de la patria! ¡Desilusión / revelada hace tiempo! / Me da absolutamente lo mismo... / el dónde, si es para estar sola. / (...) No me dejaré seducir por mi lengua materna, / ni por su promesa de leche. / ¡Me es indiferente en qué idioma / no he de ser entendida por nadie!". La verdad, no es que su exilio en Berlín, Praga o París hubiera sido un camino de rosas, pero su retorno a un país que según ella se había entregado al mal y en el que se demostraba que "cuando a la gente se la despoja de su rostro amontonándola, primero se convierte en rebaño y después en jauría" fue una catástrofe: su esposo y su hija fueron encarcelados, ella no volvió a publicar, su otro hijo, Georgi Efrón, se convirtió en un egoísta histérico que la torturaba día y noche, que al final fue movilizado para luchar en la II Guerra Mundial y que murió en 1944, a los 19 años. Ese último latigazo del dolor ya no lo sufriría Tsvetáieva, que en 1941, tras ser evacuada a Elábuga para escapar de la invasión alemana, se quitó la vida ahorcándose con una soga que Borís Pasternak le había dado en la estación de tren de Moscú para que atase su maleta. Lo último que hizo en su vida fue pedir un trabajo como friegaplatos en el comedor de los escritores y redactar una despedida para Georgi: "Perdóname, pero seguir sería peor. Estoy muy enferma, ésa ya no soy yo. Te quiero con locura. Comprende que ya no podía vivir más tiempo". Esa nota está incluida en el tomo En el país del alma, una antología de sus cartas que acaba de aparecer en La Poesía, Señor Hidalgo y en la que podemos seguir su intenso diálogo epistolar con Anna Ajmátova o el propio Pasternak, entre otros muchos.

En cuanto a su fe en la poesía, quién sabe si llegaría tan lejos como para incluirse a sí misma en la idea de que "la muerte de cualquier poeta, aunque sea la muerte más natural, es antinatural, es decir, un asesinato, por eso es infinita, ininterrumpida, y dura eternamente, en todo momento". Lo intuyera o no, su obra también ha quedado para la posteridad como una de las más notables del siglo XX, en especial sus nueve poemas largos, tres de los cuales ya estaban publicados en España por Hiperión, los conocidos Carta de año nuevo, Poema del fin y Poema de la montaña, y a los que ahora se unen, en un tomo de la editorial argentina Paradiso, los seis restantes: En el caballo rojo, Zar-Doncella, Poema de la escalera, Cazador de ratas, Ómnibus y Campamento de cisnes. Si unimos estos volúmenes a las muestras de su poesía breve publicadas por Visor, Galaxia Gutenberg, Hiperión o Rubiños, tendremos una buena visión de conjunto de su obra en verso, que en algún caso adoptó forma teatral, como en Ariadna, que también está disponible para el lector español en el sello Ediciones del Oriente y del Mediterráneo.

El lento drama de Marina Tsvetáieva vuelve a recordarse al leer el extenso capítulo que dedica Tzvetan Todorov a analizar su vida y su obra en Los aventureros de lo absoluto, publicado por Galaxia Gutenberg, un ensayo extraordinario en el cual la autora de El poeta y el tiempo comparte protagonismo con otros dos creadores irreductibles: Oscar Wilde y Rilke. Con este último y con Pasternak, como se sabe, cruzó una correspondencia célebre sobre amores platónicos, analogías literarias y amistades oníricas que se identifican en unas líneas de Tsvetáieva al autor de Doctor Zhivago que reproduce Todorov: "Mi forma predilecta de comunicación es la del más allá: el sueño, ver en sueños. Después, la correspondencia. La carta como una forma de comunicación del más allá, menos perfecta que el sueño, pero sujeta a esas mismas leyes". En el país del alma brinda muchos ejemplos de hasta qué punto Tsvetáieva no bromeaba cuando escribió eso. Sin duda, para ella la escritura era el último refugio de un mundo guiado por la falta de principios, la hipocresía y la crueldad en el que, como leemos en Locuciones de la Sibila, pronto se descubre que "para no ser culpado, hay que convertirse enseguida en acusador".

La última novedad sobre la autora rusa que acaba de publicarse en España es La librería de los escritores (Ediciones de la Central), un diario de la escasez que resume la historia de un local que con ese mismo nombre abrieron en Moscú, en régimen de cooperativa, el escritor Mijaíl Osorguín y algunos colegas, al poco de triunfar la Revolución de 1917, para que sirviera de refugio a ciertos intelectuales que ya pasaban de camaradas a sospechosos y fuese una respuesta a la penuria que se vivía en aquellos tiempos en los que publicar libros era un lujo inalcanzable y la censura se adueñaba de las promesas de libertad con una eficacia siniestra. El novelista Osorguín y algunos amigos decidieron capear el temporal, primero, a base de publicaciones clandestinas y, más tarde, cuando todas las imprentas fueron secuestradas, haciendo manualmente pequeñas tiradas de libros manuscritos. El volumen que ahora se publica en España reúne un texto en el que Osorguín cuenta su aventura, unas ilustraciones del novelista y pintor Alexéi Rémizov, y una serie de poemas de Tsvetáieva, que se ofrecen, junto a su traducción, en versión facsimilar, hecha a mano, y en los que hay versos tan simbólicos como éstos: "Pero el rugir del agua compone una canción / sobre cómo murió, marcado por la estrella... / -¡Llora, Amor! ¡Llora, Mundo! ¡Tú, juventud, / lamenta!". Osorguín y sus camaradas mantuvieron viva La Librería de los Escritores hasta 1922. La obra de Marina Tsvetáieva sigue abierta a todas horas para los lectores y sigue siendo una mina de inteligencia, lucidez y excelente poesía, como evidencian estos libros que ahora llegan a las mesas de novedades y que demuestran que, al contrario de lo que creyó Ángel González, sólo se mueren mucho los que no supieron vivir tantas veces tanto. Y, además, como dice Tsvetáieva, "¿en base a qué indicio se establece la vida o la muerte de un escritor? ¿Acaso X está vivo y es contemporáneo porque puede ir a una reunión y Marcel Proust está muerto porque ya no puede ir a ninguna parte? De esa forma sólo se puede juzgar a los velocistas".

1.9.08

Intelectuales made in LA

Por Carlos Altamirano

Las élites culturales han sido actores importantes de la historia de América Latina. Procediendo como bisagras entre los centros que obraban como metrópolis culturales y las condiciones y tradiciones locales, ellas desempeñaron un papel decisivo no sólo en el dominio de las ideas, del arte o de la literatura del subcontinente, es decir, en las actividades y las producciones reconocidas como culturales, sino también en el dominio de la historia política. Si se piensa en el siglo XIX, no podrían describirse adecuadamente ni el proceso de la independencia, ni el drama de nuestras guerras civiles, ni la construcción de los estados nacionales, sin referencia al punto de vista de los hombres de saber, a los letrados, idóneos en la cultura escrita y en el arte de discutir y argumentar. Según las circunstancias, juristas y escritores pusieron sus conocimientos y sus competencias literarias al servicio de los combates políticos, tanto en las polémicas como en el curso de las guerras, a la hora de redactar proclamas o de concebir constituciones, actuar de consejeros de quienes ejercían el poder político o ejercerlo en persona. La poesía, con pocas excepciones, fue poesía cívica.

El vasto cambio social y económico que posteriormente, en el último tercio del siglo XIX, incorporó a los países latinoamericanos a la órbita de la modernización capitalista, existió antes, como aspiración e imagen idealizada del porvenir, en los escritos de las élites modernizadoras. La marcha hacia el progreso tomó diferentes vías políticas, desde la fórmula del gobierno fuerte a la república oligárquica más o menos liberal, pero todas contaron con su gente de saber y sus publicistas. Había que unificar el Estado y consolidar su dominio sobre el territorio que cada nación hispanoamericana reclamaba como propio, redactar códigos e impulsar la educación pública. Esas tareas no pudieron llevarse adelante sin la cooperación de "competentes", nativos o extranjeros, que pudieran producir y ofrecer conocimientos, sean legales, geográficos, técnicos o estadísticos. Tampoco sin quienes pudieran suministrar discursos de legitimación destinados a engendrar la alianza incondicional de los ciudadanos con "su" Estado -narrativas de la patria, de la identidad nacional, del pueblo en lucha por la nación en los campos de batalla-. Brasil, cuya independencia no había conocido las rupturas ni las vicisitudes de sus vecinos, se puso institucionalmente a la par del resto de los países latinoamericanos en 1891, al adoptar el modelo de la república y dejar atrás el orden monárquico.

En el siglo XX la situación y el papel de las élites culturales varió de un país al otro, según las vicisitudes de la vida política nacional, la complejización creciente de la estructura social y la ampliación de la gama de los productores y los productos culturales. Pero, hablando en términos generales, digamos que desde fines del siglo anterior los indicios de diferenciación entre esfera política y esfera cultural se harían cada vez más evidentes y que la división del trabajo comenzó a desgastar los lazos tradicionales entre los hombres de pluma y la vida política. El desarrollo de la instrucción pública amplió el mercado de lectores y poco a poco comenzó a germinar aquí y allá una industria editorial. Pero la literatura, al menos la literatura de y para el público cultivado, no se transformó por ello en una profesión -seguiría siendo una ocupación que no daba dinero- y los empleos más frecuentes para quienes quisieran vivir de la escritura o del conocimiento disciplinado en estudios formales fueron el periodismo, la diplomacia y la enseñanza.

Nuestros países ingresaron con retraso en el mundo moderno y culturalmente continuaron desempeñando el papel de provincias de las grandes metrópolis, sobre todo de las europeas, que funcionaban como focos de creación y prestigio de donde provenían las ideas y los estilos inspiradores. América había llegado tarde al banquete de la civilización europea, según afirmó en 1936 Alfonso Reyes, en una fórmula que se haría célebre porque resumía un sentimiento generalizado en las élites culturales de América Latina. No obstante, aunque lejos de los centros en que se inventaban las doctrinas y se experimentaban las nuevas formas, hemos tenido, como en otras partes, hombres de letras aplicados a la legitimación del orden e intelectuales críticos del poder, vanguardias artísticas y vanguardias políticas surgidas de las aulas universitarias. El APRA (Alianza Popular Revolucionaria Americana), fundada en México en 1924 por un líder del movimiento estudiantil peruano, Haya de la Torre, es sólo el ejemplo más logrado, pero no el único, de esas vanguardias políticas que estimuló a lo largo de América Latina el movimiento de la Reforma Universitaria. Las revoluciones del siglo XX en América Latina -la de México en 1910 y la de Cuba en 1959- interpelaron a los intelectuales y conmovieron sus modos de pensar y de actuar, pero no sólo en esos países sino a lo largo de todo el subcontinente.

No resulta difícil, en suma, identificar la labor de estas figuras. Sin embargo, aunque sabemos bastante de sus ideas, no contamos con una historia de la posición de los hombres de ideas en el espacio social, de sus asociaciones y sus formas de actividad, de las instituciones y los campos de la vida intelectual, de sus debates y de las relaciones entre "poder secular" y "poder espiritual", para hablar como Auguste Comte. Hay excelentes estudios sobre casos nacionales, por cierto, y Brasil y México son los países que llevan la delantera en este terreno, pero carecemos de una historia general.

(De la "Introducción general" a Historia de los intelectuales en América LatinaI. La ciudad letrada, de la conquista al modernismo, Buenos Aires, Katz Editores, 2008)