En el último número de la revista Letras Libres, correspondiente a marzo de 2008, encontramos este excelente comentario del escritor boliviano Edmundo Paz Soldán sobre la novela Un millón de soles, del peruano Jorge Eduardo Benavides. Allí, entre otras cosas, Paz Soldán sugiere que Un millón de soles pertenece, más que al subgénero de la llamada novela latinoamericana del dictador, a lo que él, en un giro típicamente foucaultiano, califica como la novela del “poder” o, mejor, de la "microfísica del poder".
La novela latinoamericana del dictador sigue viva en las nuevas generaciones. Lo demuestra con contundencia el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides en su reciente Un millón de soles, que recrea con enorme ambición narrativa los siete años de la dictadura populista de Velasco Alvarado en el Perú (1968-1975).
El principal aporte de Benavides a este subgénero es mostrar que, detrás de la visión de un hombre mesiánico en el que confluyen todos los hilos, hay un entorno muy dispuesto a manejar buena parte de la tajada. El dictador Velasco aparece aquí como un ser caprichoso y paranoico pero en el fondo bien intencionado, creyente hasta el final en su proyecto revolucionario, capaz de llorar ante la forma en que la “patria malagradecida” le devuelve su sacrificio. Como personaje, no llega a dominar la novela; Benavides está más interesado en el entorno de militares y civiles que conspiran, van ganando posiciones, sueñan con la caída de Velasco. Entre esos militares se encuentra un joven mayor Montesinos, el más maquiavélico de todos, dispuesto incluso a sacrificar una relación sentimental (“hay cosas que se deben hacer aunque nos duelan”) con tal de consolidar el poder del Estado ante las primeras manifestaciones contra el régimen. Montesinos emerge como una gran creación; la novela gana interés cada vez que él aparece en escena.
Novela “del poder”, más que del dictador, entonces. Una “microfísica del poder” foucaultiana nos diría que siempre ha sido así, que el poder nunca está concentrado en una persona, es difuso y se extiende en ramificaciones infinitas. Así, en la novela latinoamericana, los grandes caudillos carismáticos y temibles al estilo del Francia de Augusto Roa Bastos en Yo, El Supremo (1974), han dado paso a títeres incapaces de imponerse a los miembros más destacados de su corte. Quizás en verdad nunca detentaron el poder del todo, y hemos leído mal estas novelas: en El otoño del Patriarca (1975), ya Gabriel García Márquez nos mostraba a un dictador que, a medida que avanzaba la novela, iba siendo suplantado en su poder por sus colaboradores más cercanos (hay que leer esta novela contra natura, como un texto realista mágico que es, para sorpresa de muchos, un precursor de la reflexión actual sobre el triunfo del simulacro en la sociedad contemporánea). El siniestro Trujillo de Vargas Llosa en La fiesta del Chivo (2000) es, quizás, una excepción a la regla, aunque incluso allí las mejores partes de la novela tienen que ver con la forma en que Balaguer va manipulando los hechos hasta convertirse en el sucesor indiscutible.
En los últimos años, diferentes proyectos narrativos han ido ampliando el registro de lo que se entiende por “novela” en América Latina (Aira y Bellatín, Alejandro Zambra). El tronco principal –el realista, el de la preocupación por cuestiones sociales y políticas–, sin embargo, se mantiene muy vivo. Desde su primera novela, Los años inútiles (2002), Benavides se ha instalado como uno de los escritores de la nueva generación más afincado a estas tradiciones centrales. No es difícil ver la sombra de Vargas Llosa en ciertas ideas básicas de su proyecto narrativo –la manera en que toda una sociedad va corrompiéndose ante los abusos del poder, por ejemplo–, y también en la estructura arquitéctonica de sus novelas, en la forma hábil en la que incorpora el habla de los personajes dentro de sus párrafos (“Sánchez Idíaquez esbozó una sonrisa inmensa, que le achinó el rostro, qué guapa estaba hoy Leticita, dijo, y ella frunció la nariz como ante un mal olor, cogió el abrigo del decano, que no usara ese diminutivo horrible con su nombre, por favor…”). También se puede reconocer la influencia no tan obvia del José Donoso más realista en el ritmo de las frases, en la minuciosa profusión de detalles que van dándole textura y densidad a sus novelas.
Un millón de soles tarda en armarse. Velasco aparece enérgico, ambicioso; los militares y civiles de la corte –Tamariz, Carranza, Ravines, Montesinos– son retratados con sus ambiciones y mezquindades; desfilan las mujeres, pero en esta sociedad patriarcal sólo parecen servir para que los hombres se confiesen en la intimidad de la alcoba, o para el sexo. Hay tramas que se van desplegando a granel, conciliábulos continuos mientras se juega póker y se bebe whisky y gin con Bingo Club (estas conversaciones funcionan como una suerte de coro griego, comentan la acción y a la vez hacen avanzar la novela). A partir de la segunda parte, Benavides va atando los cabos, el mundo de la novela se hace inteligible y dinámico.
La apuesta de Benavides es arriesgada: en vez de concentrarse en algún momento importante del gobierno de Velasco –un catalizador que nos explique lo que significó ese régimen–, el escritor peruano ha optado por una visión más bien panorámica, abarcadora, en la que una serie de sucesos va jalonando el septenio del Gobierno Revolucionario: la nacionalización de las compañías petroleras norteamericanas, la deportación de opositores, la llegada de asesores yugoslavos para transformar el modelo industrial, la estatización de la prensa, la huelga de los policías. Con paciencia y maestría, Benavides va ganando puntos, como sugería Cortázar que ganan las novelas, pero en realidad se trata de una trampa: las últimas y trepidantes cincuenta páginas muestran que lo que Benavides quería era ganar por knock-out. Lo consigue.
1 comentario:
Muy buena novela sin duda.
En los ultimos años he estado buscando lo que son las mejores novelas históricas, pero obviamente doy paso a poder leer cualquier otra novela, excelente.
Publicar un comentario