A través de los diarios e Internet, acabamos de enterarnos del sensible fallecimiento del gran investigador y escritor argentino Óscar Terán, quien, entre nosotros, los peruanos, era muy conocido y apreciado por su libro Discutir Mariátegui (1985) y los diversos ensayos y artículos que le dedicó al autor de los 7 Ensayos de interpretación de la realidad peruana. A manera de homenaje póstumo a este gran mariateguista argentino, nos permitimos reproducir aquí el artículo "Con Óscar Terán se va un pensador irónico y original" que Beatriz Sarlo, una de sus amigas más cercanas, publicó en el diario La Nación, de Buenos Aires, el pasado 22 de marzo.
Como si supiera que se acercaba su fin, en los últimos tiempos Óscar Terán realizó varios movimientos de síntesis. Así interpreto yo ahora, a la sombra de la muerte, dos libros: el primer ensayo del volumen colectivo Ideas en el siglo (2004) y De utopías, catástrofes y esperanzas (2006). Cuando aparecieron, era difícil pensarlos de ese modo. Hoy, en cambio, el panorama de las ideas en la Argentina durante los cien años que comienzan en 1880 y los artículos y reportajes agrupados en De utopías son el resumen de una obra que Terán había comenzado a escribir durante su exilio en México. Allí editó y prologó una antología de Michel Foucault, al que había que leer en una "época francamente devastada por la crisis y la autocomplacencia teórica". Oscar Terán, nacido en 1938, perteneció centralmente a esa época, pero trabajó, de modo invariable, para destruir la autocomplacencia.
La ironía erosiona la autocomplacencia hasta convertir en polvo toda vanidad. Además de sartreano, además de marxista, además de foucaultiano y nietzscheano, como correspondió a muchos de su edad, Terán fue un pensador irónico.
El modo interrogativo que en la conversación elevaba el tono de su voz sobre el final de frase mostraba el doble fondo de las ideas y de los actos. Terán no buscaba significados en una hipotética profundidad, sino en las fisuras y los espejismos del discurso. Por eso, su ironía fue el instrumento perfecto para la historia de las ideas que lo ocupó desde fines de los años setenta. Ni desconfiaba del todo de los discursos ni les creía del todo; se colocaba frente a las ideas y las ideologías como alguien que respeta su objeto y, al mismo tiempo, sospecha. Equilibrio difícil que, si se logra, ofrece interpretaciones nuevas, como lo fueron las de Terán sobre Aníbal Ponce o sobre Ingenieros.
En su prólogo a los escritos de Ponce (publicado en la mítica serie de Cuadernos de Pasado y Presente, donde Terán y todos nosotros accedimos a las diferentes líneas del pensamiento marxista, reunidas allí por otra gran figura, Pancho Aricó), se lee: "Los textos de Ponce nos miran desde una tradición con la que nos resulta tan imposible la solidaridad como la satanización".
Exactamente en ese equilibrio difícil se sostuvo Terán durante los últimos treinta años, dedicado a seguir las vetas contradictorias del pensamiento político y social argentino; más aún, dedicado a captar la contradicción no como un defecto de la razón, sino como un efecto de las condiciones concretas latinoamericanas. De esa distancia justa salieron sus trabajos sobre un tema que él renueva: positivismo y nación, tal como aparece mencionado en la tapa de un libro suyo de 1987.
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En 1991, Terán publicó su obra más arriesgada, Nuestros años sesentas, que "conocieron toda la fascinante ambigüedad de las pasiones ideológicas", comenzando por aquella que da nombre a uno de los capítulos más brillantes: "Intelectuales y antiintelectualismo", ese nudo gordiano de la ideología de la nueva izquierda y del populismo que fue cortado por una violencia desconocida en la Argentina del siglo XX.
Terán escribió este libro sobre la radicalización después de su regreso del exilio, en un momento en que muchos deseaban escribirlo, pero sólo él supo mezclar el coraje ciudadano y la precisión de historiador para seguir ideas que lo incluían en primera persona. Ese coraje fue también un rasgo de su personalidad. Le interesaban los grandes temas, los temas difíciles, que ponían a prueba su implicación subjetiva y su oficio académico.
"El exilio -afirmó Terán- me permite retomar plenamente las viejas pasiones intelectuales." ¿Por qué "viejas pasiones" en alguien que se exilió antes de cumplir los cuarenta años? La respuesta está en Nuestros años sesentas. Las "pasiones intelectuales" habían dado paso, desde el fin de esa década, a las formas más agudas de la política militante. México, entonces, es para Terán el lugar donde retomará el camino abandonado y, además, hará posible la revelación de América latina.
Reflexivo e irónico, Terán no perdió nunca la capacidad de indignación. En 2004, escribía: "Si las utopías comunistas resultaron vanas o despóticas, los problemas de gigantesca injusticia e inequidad que denunciaron no sólo subsisten sino que se han incrementado a escalas que avergüenzan al género humano".
Tenía el sentimiento de la catástrofe presente, pero, como en el título del libro mencionado al comienzo, sostenía el principio de esperanza. Por eso también fue profesor en la Universidad de Buenos Aires y en la de Quilmes, miembro activo del Club de Cultura Socialista y del consejo de redacción de Punto de Vista. Era perfectamente consciente de las dificultades y también del imperativo de seguir pensando una salida que no duplicara los límites del presente ni los errores del pasado. Su forma de hacer historia de las ideas tuvo esa dimensión moral.
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