"La última vez que fui fotografiado públicamente yo era el premio, ahora soy el protagonista de una premiación literaria", con estas palabras rociadas de una emotiva ironía, Alberto Gálvez Olaechea, recibió el 31 de julio último la ovación general por haber obtenido el primer puesto en el "Primer Concurso de Cuento en Penales del Perú", en una concurrida ceremonia realizada en las instalaciones de Petroperú. Gálvez Olaechea, autor del cuento "El Chato" e interno político del penal Miguel Castro Castro, también agradeció al centro comercial Jockey Plaza pues según él, “el síntoma de intolerancia y discriminación que demostraron al no permitir que dicha premiación se realice en sus instalaciones, llamó la atención de una prensa que ya no ve a los reclusos por terrorismo como amenazas sino como personas con ganas de voltear la página y salir adelante”.
Una de las formas que Gálvez Olaechea ha encontrado para voltear la página y seguir adelante es, posiblemente, la escritura de creación. Así, gracias a su talento y dedicación, viene haciéndose de importantes galardones literarios, pues hace varios años, a mediados del 2004, con el texto testimonial “Paulo”, ganó también el primer lugar en el Concurso Literario “¿Dónde están nuestros héroes y heroínas?”, que fue organizado por Sur, Casa de Estudios del Socialismo.
He aquí, pues, para deleite de nuestros lectores, el texto del cuento “El Chato” con el que Gálvez Olaechea acaba de obtener el primer puesto en el "Primer Concurso de Cuento en Penales del Perú".
“Cuando lo trajeron a la celda parecía un estropajo, flácido e inerte. En la oscuridad no pude percatarme que se trataba de un ser humano. Sólo cuando lo oí reír supe que el “Chato” estaba ahí, aunque no tenía idea de que había llegado un personaje poco común y menos que se trataba del “Chato”.
Nada permitía presagiar ante quien me encontraba, ni siquiera podía imaginar que era chato, pues la risa me había sonado algo bronca, más acorde con un hombre de cierta envergadura. La oscuridad era completa. Quizá por que no valía la pena desperdiciar con nosotros energía eléctrica o más bien por que formaba parte de la terapia que nos alistaba para los interrogatorios. La oscuridad te mete en ti mismo y en tus miedos.
Me sorprendió que alguien pudiera reír en tales circunstancias, pues este era, creía entonces, el lugar menos apropiado para la jovialidad
De algún modo se percató de mi presencia, pues yo había permanecido silencioso. “¿Quién eres?, me preguntó sorpresivamente, sobresaltándome. Le di mi nombre, sin que este mereciera algún comentario. Pareció sopesar la información y al rato volvió a la carga: “¿Eres del partido”? Cauteloso solo dije: “Estoy de paso”. A lo cual espetó con autoridad inapelable: -“Aquí nadie esta solo de paso”. Era una convicción que delataba experiencia. Algo después me enteraría que ya había pasado antes por aquí y conocía perfectamente las reglas del “infierno” y de cada uno de sus círculos.
Ambos quedamos callados largo rato, metidos en nuestros propios pensamientos, aunque un suave ronquido me notificó que el único que cavilaba en esta celda era yo.
¿Cómo podía dormir tan apaciblemente en esas circunstancias? Estaba sinceramente asombrado, aunque poco después descubriría que dormir no era la única cosa que el “Chato” hacía con espontánea naturalidad.
La noche avanzaba lenta, interminable, mientras trataba de asimilar mi nueva y abrupta realidad, incrédulo aún ante los grandes giros que pueden darse en esta vida. Pensaba en lo que dejé y en lo que se me venía. Había casi olvidado a mi circunstancial compañero y lo único que anhelaba era un cigarro. Habría cambiado mi reino por un cigarro, si hubiera con quien y si tuviera un reino. Hasta el poco dinero que llevaba encima había desaparecido sin que me percatara de quien me había espulgado los bolsillos; también habían dado cuenta de mi reloj y mi casaca. No dejó de sorprenderme tamaña destreza.
Aunque mi sentido del olfato no es muy fino debido a una antigua sinusitis, sentía solamente el olor del moho y la humedad y no la pegajosa hediondez de los reclusorios.
Me acometió un cansancio mortal, así que me senté en el piso de cemento algo húmedo y apoyé la espalda contra la pared. Mi ansiedad por un cigarro era angustiante, y se me ocurrió que era mejor que no se enteraran mis captores pues sabrían como doblegarme.
Tenía que prepararme para lo que vendría pues no sería nada fácil. Había leído mucho sobre interrogatorios y torturas, pero este era el primero al que tendría que enfrentarme. ¿Qué sabían de mí? ¿Cómo habían llegado a mí? ¿A quienes más habían detenido? Eran preguntas que me martillaban la cabeza y de las cuales dependía la manera de conducirme. Desde que me detuvieron no me habían dicho una palabra, solo me vendaron, me pusieron las esposas y me tuvieron parado por horas en la esquina de una habitación y de ahí a la celda. No hubo golpes y tampoco explicaciones.
Ahora me atacó la sed. Tenía la garganta reseca y por más que lo intentaba no lograba secretar una gota de saliva.
Apoye la cabeza en las rodillas e intenté dormir pero el sueño no venía a pesar de mi cansancio. Recordé a mi vecino y lo envidié pues parecían no afectarle las penas, mientras que a mí el frío y la humedad me tenían aterido.
Miré a la ventanilla donde una ligera claridad anunciaba el amanecer y mostraba ciertas sombras y contornos algo difusos. En el rincón del fondo estaba un bulto. Era el “Chato” que dormía enroscado como un caracol.
Me levanté y aguaité por la ventanilla. Apenas pude percibir el muro de enfrente y a lo lejos escuché el rumor de una ciudad que despertaba. Era mi primera noche entre rejas, tan cerca pero a la vez tan lejos de todo, una galaxia extraña a pesar de separarla solo un muro.
Mientras divagaba el “Chato despertó, se estiró y desperezó con absoluta tranquilidad, como quien amanece en su propia cama. Se levantó y me encontré frente a un hombre más bien joven, de poco más de metro y medio, enjuto, con ropas algo gastadas, pero la seguridad de sus movimientos transmitía cierta autoridad. Respondió mi saludo con un asentimiento de cabeza.
Me miró escrutadoramente y sin disimulo, como procesando cuidadosamente la información. Mi evidente incomodidad parecía no importarle en lo absoluto, por lo que fui yo quien debió hacerse el desentendido y mirar para otra parte. Me volví hacia la ventanilla y observé alrededor. La celda estaba en un semi-sótano, al frente había una pared descolorida, a la derecha se escuchaba el sonido quedo de un grifo abierto y el leve ruido de cañerías propios de un baño, a la izquierda era posible que hubiera otra celda, pero el ángulo de visibilidad no me permitían establecerlo con precisión; el pasillo estaba mojado con la garúa de agosto, lo que sumado a la creciente claridad que venía de arriba, indicaban que no había techo. Mi exploración no me dio más indicios.
Hubiera querido estirar un poco las piernas dando unos pasos en la celda, pero me disuadía la idea de volverme a ver las caras con el hombrecillo que, como duende maligno, sentía que me calibraba y sentenciaba.
Me asaltó la curiosidad de saber qué estaría pensando, pero no tenía las menores ganas de enfrascarme en una inconducente polémica ideológica. Pese a todo sonreí pensando en la mente maquiavélica que había tenido la infeliz ocurrencia de encerrarme con un escorpión que me tenía acorralado.
Cansado de mirar por la ventanilla, pero sobre todo algo avergonzado de dejarme intimidar por el petizo, volteé y pasé a la ofensiva: “¿Cuántos días llevas en este sitio?”, le inquirí mirándolo a los ojos. Lo encontré con la guardia baja por que me contestó: “Trece, el lunes se decide si me sueltan o me mandan a la cárcel”. Envalentonado por la victoria en mi primera escaramuza, volví a la carga: “¿Cómo es la rutina aquí, a qué hora se puede ir al baño, a que hora te traen las comidas?”. En realidad no estaba muy interesado en estos temas, pero era una manera de mantener un diálogo inocuo que me distrajera de mis lúgubres pensamientos.
“Esta es una celda especial de aislamiento y aquí no hay rutinas. Irás al baño cuando lo disponga el oficial a tu cargo, lo mismo con la comida, que tienen que traerla tus familiares. ¿Saben ellos que estas detenido?”, repreguntó. “No, nadie lo sabe”, dije. “Así funciona la cosa”, explicó con pedagógica paciencia. “Te detienen un viernes por la noche, sin testigos, y tienen todo el fin de semana para “chambearte” sin que nadie los moleste. ¿Te interrogaron ya?”, insistió. “Aún no”, contesté. “Eso significa que no te tienen bien ‘centrado’ y están completando toda la información sobre ti para empezar esta noche”, pontificó con convicción inapelable.
Después de esto nos callamos un buen rato, al cabo del cual pregunté con cierta timidez: “¿Y cómo te ‘chambean’?”. “Es duro”, dijo. “Pero más que los golpes lo que de verdad te pone a prueba son la “pita” y la “tina”. Los grandotes como tú sufren cuando los cuelgan pues sienten que se les descoyuntan los hombros, de todos modos tienes suerte de ser flaco. Pero lo peor es la “tina”, pues la sensación de ahogamiento es realmente desesperante, esta noche lo verás”. Y a renglón seguido acotó con un dejo de desprecio: “La ideología nos da a los del Partido fortaleza para resistir, algo que ustedes no tienen, ‘revisionistas’ ”.
“Nadie sabe de lo que es capaz hasta que no enfrenta las cosas”, espeté sin demasiada convicción. Aquí concluyó nuestro diálogo y nos seguimos mirando en velado desafío.
El hielo se instaló entre nosotros, que permanecimos parados como pugilistas en sus respectivas esquinas.
Un rato más tarde llegó el guardia de servicio, abrió la puerta y llamó: “Chato”, “Recoge tus cosas que ya perdiste el puesto, el nuevo inquilino debe estar solo”. Lo vi dirigirse a un rincón de la celda, asir una bolsa plástica y salir sin dirigirme la mirada.
De pronto, el tiempo que había transcurrido más bien lento empezó a acelerarse demasiado para mi gusto. No quería que llegara la noche con los augurios profetizados por el “Chato”. Tenía un nudo en el estómago cuando dos hombres me enfocaron con una linterna me tomaron de los brazos y me llevaron consigo. Ese nudo que me haría temer a la noche hasta mucho tiempo después, y que desaparecía al amanecer.
En la tercera madrugada, cuando me devolvían a mi rincón, al que había aprendido a extrañar como a mi ya lejana infancia, y sabiendo que esta sería la última noche de tormento (así lo delataban la falta de risas y la violencia de los golpes, lanzados esta vez con más furia que arte), lancé una espontánea carcajada que resonó más fuerte de lo que hubiese deseado, y mascullé entre dientes algo que desconcertó aún más a mis custodios: “Te jodiste ‘Chato’, te jodiste”.
Penal “Miguel Castro Castro”, febrero del 2008”.
Una de las formas que Gálvez Olaechea ha encontrado para voltear la página y seguir adelante es, posiblemente, la escritura de creación. Así, gracias a su talento y dedicación, viene haciéndose de importantes galardones literarios, pues hace varios años, a mediados del 2004, con el texto testimonial “Paulo”, ganó también el primer lugar en el Concurso Literario “¿Dónde están nuestros héroes y heroínas?”, que fue organizado por Sur, Casa de Estudios del Socialismo.
He aquí, pues, para deleite de nuestros lectores, el texto del cuento “El Chato” con el que Gálvez Olaechea acaba de obtener el primer puesto en el "Primer Concurso de Cuento en Penales del Perú".
“Cuando lo trajeron a la celda parecía un estropajo, flácido e inerte. En la oscuridad no pude percatarme que se trataba de un ser humano. Sólo cuando lo oí reír supe que el “Chato” estaba ahí, aunque no tenía idea de que había llegado un personaje poco común y menos que se trataba del “Chato”.
Nada permitía presagiar ante quien me encontraba, ni siquiera podía imaginar que era chato, pues la risa me había sonado algo bronca, más acorde con un hombre de cierta envergadura. La oscuridad era completa. Quizá por que no valía la pena desperdiciar con nosotros energía eléctrica o más bien por que formaba parte de la terapia que nos alistaba para los interrogatorios. La oscuridad te mete en ti mismo y en tus miedos.
Me sorprendió que alguien pudiera reír en tales circunstancias, pues este era, creía entonces, el lugar menos apropiado para la jovialidad
De algún modo se percató de mi presencia, pues yo había permanecido silencioso. “¿Quién eres?, me preguntó sorpresivamente, sobresaltándome. Le di mi nombre, sin que este mereciera algún comentario. Pareció sopesar la información y al rato volvió a la carga: “¿Eres del partido”? Cauteloso solo dije: “Estoy de paso”. A lo cual espetó con autoridad inapelable: -“Aquí nadie esta solo de paso”. Era una convicción que delataba experiencia. Algo después me enteraría que ya había pasado antes por aquí y conocía perfectamente las reglas del “infierno” y de cada uno de sus círculos.
Ambos quedamos callados largo rato, metidos en nuestros propios pensamientos, aunque un suave ronquido me notificó que el único que cavilaba en esta celda era yo.
¿Cómo podía dormir tan apaciblemente en esas circunstancias? Estaba sinceramente asombrado, aunque poco después descubriría que dormir no era la única cosa que el “Chato” hacía con espontánea naturalidad.
La noche avanzaba lenta, interminable, mientras trataba de asimilar mi nueva y abrupta realidad, incrédulo aún ante los grandes giros que pueden darse en esta vida. Pensaba en lo que dejé y en lo que se me venía. Había casi olvidado a mi circunstancial compañero y lo único que anhelaba era un cigarro. Habría cambiado mi reino por un cigarro, si hubiera con quien y si tuviera un reino. Hasta el poco dinero que llevaba encima había desaparecido sin que me percatara de quien me había espulgado los bolsillos; también habían dado cuenta de mi reloj y mi casaca. No dejó de sorprenderme tamaña destreza.
Aunque mi sentido del olfato no es muy fino debido a una antigua sinusitis, sentía solamente el olor del moho y la humedad y no la pegajosa hediondez de los reclusorios.
Me acometió un cansancio mortal, así que me senté en el piso de cemento algo húmedo y apoyé la espalda contra la pared. Mi ansiedad por un cigarro era angustiante, y se me ocurrió que era mejor que no se enteraran mis captores pues sabrían como doblegarme.
Tenía que prepararme para lo que vendría pues no sería nada fácil. Había leído mucho sobre interrogatorios y torturas, pero este era el primero al que tendría que enfrentarme. ¿Qué sabían de mí? ¿Cómo habían llegado a mí? ¿A quienes más habían detenido? Eran preguntas que me martillaban la cabeza y de las cuales dependía la manera de conducirme. Desde que me detuvieron no me habían dicho una palabra, solo me vendaron, me pusieron las esposas y me tuvieron parado por horas en la esquina de una habitación y de ahí a la celda. No hubo golpes y tampoco explicaciones.
Ahora me atacó la sed. Tenía la garganta reseca y por más que lo intentaba no lograba secretar una gota de saliva.
Apoye la cabeza en las rodillas e intenté dormir pero el sueño no venía a pesar de mi cansancio. Recordé a mi vecino y lo envidié pues parecían no afectarle las penas, mientras que a mí el frío y la humedad me tenían aterido.
Miré a la ventanilla donde una ligera claridad anunciaba el amanecer y mostraba ciertas sombras y contornos algo difusos. En el rincón del fondo estaba un bulto. Era el “Chato” que dormía enroscado como un caracol.
Me levanté y aguaité por la ventanilla. Apenas pude percibir el muro de enfrente y a lo lejos escuché el rumor de una ciudad que despertaba. Era mi primera noche entre rejas, tan cerca pero a la vez tan lejos de todo, una galaxia extraña a pesar de separarla solo un muro.
Mientras divagaba el “Chato despertó, se estiró y desperezó con absoluta tranquilidad, como quien amanece en su propia cama. Se levantó y me encontré frente a un hombre más bien joven, de poco más de metro y medio, enjuto, con ropas algo gastadas, pero la seguridad de sus movimientos transmitía cierta autoridad. Respondió mi saludo con un asentimiento de cabeza.
Me miró escrutadoramente y sin disimulo, como procesando cuidadosamente la información. Mi evidente incomodidad parecía no importarle en lo absoluto, por lo que fui yo quien debió hacerse el desentendido y mirar para otra parte. Me volví hacia la ventanilla y observé alrededor. La celda estaba en un semi-sótano, al frente había una pared descolorida, a la derecha se escuchaba el sonido quedo de un grifo abierto y el leve ruido de cañerías propios de un baño, a la izquierda era posible que hubiera otra celda, pero el ángulo de visibilidad no me permitían establecerlo con precisión; el pasillo estaba mojado con la garúa de agosto, lo que sumado a la creciente claridad que venía de arriba, indicaban que no había techo. Mi exploración no me dio más indicios.
Hubiera querido estirar un poco las piernas dando unos pasos en la celda, pero me disuadía la idea de volverme a ver las caras con el hombrecillo que, como duende maligno, sentía que me calibraba y sentenciaba.
Me asaltó la curiosidad de saber qué estaría pensando, pero no tenía las menores ganas de enfrascarme en una inconducente polémica ideológica. Pese a todo sonreí pensando en la mente maquiavélica que había tenido la infeliz ocurrencia de encerrarme con un escorpión que me tenía acorralado.
Cansado de mirar por la ventanilla, pero sobre todo algo avergonzado de dejarme intimidar por el petizo, volteé y pasé a la ofensiva: “¿Cuántos días llevas en este sitio?”, le inquirí mirándolo a los ojos. Lo encontré con la guardia baja por que me contestó: “Trece, el lunes se decide si me sueltan o me mandan a la cárcel”. Envalentonado por la victoria en mi primera escaramuza, volví a la carga: “¿Cómo es la rutina aquí, a qué hora se puede ir al baño, a que hora te traen las comidas?”. En realidad no estaba muy interesado en estos temas, pero era una manera de mantener un diálogo inocuo que me distrajera de mis lúgubres pensamientos.
“Esta es una celda especial de aislamiento y aquí no hay rutinas. Irás al baño cuando lo disponga el oficial a tu cargo, lo mismo con la comida, que tienen que traerla tus familiares. ¿Saben ellos que estas detenido?”, repreguntó. “No, nadie lo sabe”, dije. “Así funciona la cosa”, explicó con pedagógica paciencia. “Te detienen un viernes por la noche, sin testigos, y tienen todo el fin de semana para “chambearte” sin que nadie los moleste. ¿Te interrogaron ya?”, insistió. “Aún no”, contesté. “Eso significa que no te tienen bien ‘centrado’ y están completando toda la información sobre ti para empezar esta noche”, pontificó con convicción inapelable.
Después de esto nos callamos un buen rato, al cabo del cual pregunté con cierta timidez: “¿Y cómo te ‘chambean’?”. “Es duro”, dijo. “Pero más que los golpes lo que de verdad te pone a prueba son la “pita” y la “tina”. Los grandotes como tú sufren cuando los cuelgan pues sienten que se les descoyuntan los hombros, de todos modos tienes suerte de ser flaco. Pero lo peor es la “tina”, pues la sensación de ahogamiento es realmente desesperante, esta noche lo verás”. Y a renglón seguido acotó con un dejo de desprecio: “La ideología nos da a los del Partido fortaleza para resistir, algo que ustedes no tienen, ‘revisionistas’ ”.
“Nadie sabe de lo que es capaz hasta que no enfrenta las cosas”, espeté sin demasiada convicción. Aquí concluyó nuestro diálogo y nos seguimos mirando en velado desafío.
El hielo se instaló entre nosotros, que permanecimos parados como pugilistas en sus respectivas esquinas.
Un rato más tarde llegó el guardia de servicio, abrió la puerta y llamó: “Chato”, “Recoge tus cosas que ya perdiste el puesto, el nuevo inquilino debe estar solo”. Lo vi dirigirse a un rincón de la celda, asir una bolsa plástica y salir sin dirigirme la mirada.
De pronto, el tiempo que había transcurrido más bien lento empezó a acelerarse demasiado para mi gusto. No quería que llegara la noche con los augurios profetizados por el “Chato”. Tenía un nudo en el estómago cuando dos hombres me enfocaron con una linterna me tomaron de los brazos y me llevaron consigo. Ese nudo que me haría temer a la noche hasta mucho tiempo después, y que desaparecía al amanecer.
En la tercera madrugada, cuando me devolvían a mi rincón, al que había aprendido a extrañar como a mi ya lejana infancia, y sabiendo que esta sería la última noche de tormento (así lo delataban la falta de risas y la violencia de los golpes, lanzados esta vez con más furia que arte), lancé una espontánea carcajada que resonó más fuerte de lo que hubiese deseado, y mascullé entre dientes algo que desconcertó aún más a mis custodios: “Te jodiste ‘Chato’, te jodiste”.
Penal “Miguel Castro Castro”, febrero del 2008”.
1 comentario:
Che Carlos: El pibe este de Olaechea tiene buena pasta para la narrativa. Su cuento me ha dejado anododado o, como decimos nosotros, con las pelotas en el aire. Vos podés decirme donde se puede leer el otro texto que mencionas. Un abrazo, ME
Publicar un comentario